CIUDAD DE NUEVA YORK– El mundo se está acostumbrando al constante goteo de titulares catastróficos tras cada nuevo desastre causado por el cambio climático. Olas de calor cada vez más frecuentes y graves están causando incendios forestales en California y mortandades generalizadas de arrecifes de coral en Australia. Inundaciones sin precedentes han generado caos en Paquistán, Alemania, China y Nueva Zelanda. Las sequías en el Cuerno de África están causando hambrunas a millones de seres humanos. La lista suma y sigue.
El elemento que subyace a todos estos cataclismos es el agua. Desde el cierre obligado de los reactores nucleares en Francia a las intensas nevadas ocurridas en extensas áreas de Norteamérica en diciembre, o el reciente brote de cólera en El Líbano, estamos siendo testigos de una creciente crisis hídrica global: sea por falta, exceso o suciedad del agua.
Sin embargo, el agua sigue ausente de los debates globales. Mientras que, comprensiblemente, se ha puesto el foco de atención en las preocupaciones sobre el orden geopolítico, el cambio climático y la pandemia del COVID-19, rara vez se habla del tema del agua fuera del contexto de respuestas humanitarias a inundaciones o sequías locales, nacionales o transfronterizas. Se trata de un importante punto ciego: en el Informe de Riesgos Globales 2023 del Foro Económico Mundial, nueve de los diez mayores riesgos para la próxima década tiene un componente relacionado con el agua.
Durante al menos los últimos 5000 años, las comunidades y civilizaciones humanas han regulado deliberadamente el agua para poder sobrevivir. Incluso en nuestros días, muchos consideran el agua como un regalo divino o, en términos más seculares, como una parte clave del ciclo universal que merece nuestro respeto y aprecio. Sin embargo, en la mayoría de los lugares en que el agua se “controla” mediante represas y tuberías, y se potabiliza y hace disponible a toda hora, hemos llegado a darla por hecho. Y cuando se plantean inquietudes sobre el acceso a un agua potable y segura o sobre acontecimientos meteorológicos extremos, por lo general se las pasa por alto o se las trata como una prioridad menor.
Esta apatía ya no es sostenible. Están aumentando las injusticias relacionadas con desastres hídricos y el mismo ciclo global del agua está cambiando. El consumo de agua dulce por parte de los seres humanos ha superado a la capacidad de aguas azules (ríos, lagos y acuíferos), creando enormes riesgos para todos nosotros y los ecosistemas del planeta. Cerca de un 20% del consumo global de agua destinado a irrigación procede en la actualidad de la sobreexplotación de las fuentes de aguas superficiales y alrededor del 10% del comercio alimentario del mundo proviene de fuentes hídricas superficiales no renovables.
El cambio climático está amplificando estos desafíos. El calentamiento global aumenta la demanda de agua a medida que se elevan las temperaturas y las necesidades hídricas para los alimentos se elevan con el declive de la humedad relativa del aire. Para 2070, dos tercios de la masa no oceánica del planeta experimentarán una reducción del almacenamiento de agua terrestre, y el área de tierras sujeta a sequías hidrológicas extremas se podría más que duplicar, hasta el 8%. Se proyecta que el suroeste de Sudamérica, el Mediterráneo europeo y el norte de África sufran condiciones de sequía extrema y sin precedentes para 2050.
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La Conferencia de la ONU sobre el Agua 2023, que se celebra en marzo y representa el primer encuentro sobre el tema en casi medio siglo, debe marcar un punto de inflexión en nuestra relación con el agua y el ciclo hídrico. Sólo si reexaminamos de forma fundamental nuestra relación con el agua, revalorando sus muchos usos y tratándola como un bien común local y global podremos alcanzar un futuro seguro y justo.
Como expertos líderes de la Comisión Global sobre la Economía del Agua, vemos tres áreas que requieren una transformación. Primero, debemos considerar el ciclo del agua completo y cómo se vincula con la biodiversidad, el clima, el bienestar humano y el buen estado del ecosistema, todos ellos factores clave para la prosperidad socioeconómica y ecológica. Esto significa “conectar los puntos” y promover relaciones resilientes entre agua y alimentos, agua y energía, y agua y medio ambiente.
Segundo, el agua y su ciclo se deben gobernar como bienes globales comunes. La constante proliferación de crisis hídricas llama a establecer un nuevo marco económico basado en un enfoque sistémico sobre el ciclo del agua, las sociedades y las economías. Debemos desarrollar una mejor comprensión de los “candados” existentes (entre ellos, derechos de propiedad, tratados bilaterales y corrupción) y otros retos estructurales que impiden la reasignación del agua como bien común.
Es más, se precisa un marco interdisciplinario inclusivo -con una cartera de nuevos instrumentos y parámetros de medición- para gestionar los riesgos sistémicos vinculados al ciclo del agua y su alteración por parte de los seres humanos. Para crearlo, debemos comenzar por reconocer la función central del agua en el cambio económico, sociocultural y medioambiental.
Por último, tenemos que hacer que todos y cada uno participen en el proceso de toma -partiendo por las comunidades marginadas- para desarrollar nuevas estrategias que den un valor adecuado al agua. Cuando la naturaleza y el agua dulce no son valoradas en el mercado, todavía pagamos un precio por su mal uso, el que aumenta notablemente cuando cruzamos los límites planetarios.
La Conferencia de la ONU sobre el Agua 2023 ofrece al mundo una oportunidad única para responder de manera eficaz a un tema que se ha dejado de lado por demasiado tiempo, a pesar de ser críticamente importante. Enfrentados a una crisis hídrica mundial, podemos embarcarnos en un camino sostenible y justo, o seguir haciendo las cosas como de costumbre. El futuro de la civilización como la conocemos exige que adoptemos la opción correcta.
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CIUDAD DE NUEVA YORK– El mundo se está acostumbrando al constante goteo de titulares catastróficos tras cada nuevo desastre causado por el cambio climático. Olas de calor cada vez más frecuentes y graves están causando incendios forestales en California y mortandades generalizadas de arrecifes de coral en Australia. Inundaciones sin precedentes han generado caos en Paquistán, Alemania, China y Nueva Zelanda. Las sequías en el Cuerno de África están causando hambrunas a millones de seres humanos. La lista suma y sigue.
El elemento que subyace a todos estos cataclismos es el agua. Desde el cierre obligado de los reactores nucleares en Francia a las intensas nevadas ocurridas en extensas áreas de Norteamérica en diciembre, o el reciente brote de cólera en El Líbano, estamos siendo testigos de una creciente crisis hídrica global: sea por falta, exceso o suciedad del agua.
Sin embargo, el agua sigue ausente de los debates globales. Mientras que, comprensiblemente, se ha puesto el foco de atención en las preocupaciones sobre el orden geopolítico, el cambio climático y la pandemia del COVID-19, rara vez se habla del tema del agua fuera del contexto de respuestas humanitarias a inundaciones o sequías locales, nacionales o transfronterizas. Se trata de un importante punto ciego: en el Informe de Riesgos Globales 2023 del Foro Económico Mundial, nueve de los diez mayores riesgos para la próxima década tiene un componente relacionado con el agua.
Durante al menos los últimos 5000 años, las comunidades y civilizaciones humanas han regulado deliberadamente el agua para poder sobrevivir. Incluso en nuestros días, muchos consideran el agua como un regalo divino o, en términos más seculares, como una parte clave del ciclo universal que merece nuestro respeto y aprecio. Sin embargo, en la mayoría de los lugares en que el agua se “controla” mediante represas y tuberías, y se potabiliza y hace disponible a toda hora, hemos llegado a darla por hecho. Y cuando se plantean inquietudes sobre el acceso a un agua potable y segura o sobre acontecimientos meteorológicos extremos, por lo general se las pasa por alto o se las trata como una prioridad menor.
Esta apatía ya no es sostenible. Están aumentando las injusticias relacionadas con desastres hídricos y el mismo ciclo global del agua está cambiando. El consumo de agua dulce por parte de los seres humanos ha superado a la capacidad de aguas azules (ríos, lagos y acuíferos), creando enormes riesgos para todos nosotros y los ecosistemas del planeta. Cerca de un 20% del consumo global de agua destinado a irrigación procede en la actualidad de la sobreexplotación de las fuentes de aguas superficiales y alrededor del 10% del comercio alimentario del mundo proviene de fuentes hídricas superficiales no renovables.
El cambio climático está amplificando estos desafíos. El calentamiento global aumenta la demanda de agua a medida que se elevan las temperaturas y las necesidades hídricas para los alimentos se elevan con el declive de la humedad relativa del aire. Para 2070, dos tercios de la masa no oceánica del planeta experimentarán una reducción del almacenamiento de agua terrestre, y el área de tierras sujeta a sequías hidrológicas extremas se podría más que duplicar, hasta el 8%. Se proyecta que el suroeste de Sudamérica, el Mediterráneo europeo y el norte de África sufran condiciones de sequía extrema y sin precedentes para 2050.
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La Conferencia de la ONU sobre el Agua 2023, que se celebra en marzo y representa el primer encuentro sobre el tema en casi medio siglo, debe marcar un punto de inflexión en nuestra relación con el agua y el ciclo hídrico. Sólo si reexaminamos de forma fundamental nuestra relación con el agua, revalorando sus muchos usos y tratándola como un bien común local y global podremos alcanzar un futuro seguro y justo.
Como expertos líderes de la Comisión Global sobre la Economía del Agua, vemos tres áreas que requieren una transformación. Primero, debemos considerar el ciclo del agua completo y cómo se vincula con la biodiversidad, el clima, el bienestar humano y el buen estado del ecosistema, todos ellos factores clave para la prosperidad socioeconómica y ecológica. Esto significa “conectar los puntos” y promover relaciones resilientes entre agua y alimentos, agua y energía, y agua y medio ambiente.
Segundo, el agua y su ciclo se deben gobernar como bienes globales comunes. La constante proliferación de crisis hídricas llama a establecer un nuevo marco económico basado en un enfoque sistémico sobre el ciclo del agua, las sociedades y las economías. Debemos desarrollar una mejor comprensión de los “candados” existentes (entre ellos, derechos de propiedad, tratados bilaterales y corrupción) y otros retos estructurales que impiden la reasignación del agua como bien común.
Es más, se precisa un marco interdisciplinario inclusivo -con una cartera de nuevos instrumentos y parámetros de medición- para gestionar los riesgos sistémicos vinculados al ciclo del agua y su alteración por parte de los seres humanos. Para crearlo, debemos comenzar por reconocer la función central del agua en el cambio económico, sociocultural y medioambiental.
Por último, tenemos que hacer que todos y cada uno participen en el proceso de toma -partiendo por las comunidades marginadas- para desarrollar nuevas estrategias que den un valor adecuado al agua. Cuando la naturaleza y el agua dulce no son valoradas en el mercado, todavía pagamos un precio por su mal uso, el que aumenta notablemente cuando cruzamos los límites planetarios.
La Conferencia de la ONU sobre el Agua 2023 ofrece al mundo una oportunidad única para responder de manera eficaz a un tema que se ha dejado de lado por demasiado tiempo, a pesar de ser críticamente importante. Enfrentados a una crisis hídrica mundial, podemos embarcarnos en un camino sostenible y justo, o seguir haciendo las cosas como de costumbre. El futuro de la civilización como la conocemos exige que adoptemos la opción correcta.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen