Desde el fin de la Guerra Fría, se han derribado todo tipo de barreras y la economía mundial ha cambiado radicalmente. Hasta 1989, el mercado global abarcaba entre 800 y 1.000 millones de personas. Hoy, es tres veces más grande, y sigue creciendo. De hecho, estamos siendo testigos de una de las revoluciones más dramáticas de la historia moderna y ocurre casi de manera inadvertida. De ser un modelo aplicable a la minoría de la población mundial, la “sociedad de consumo occidental” se está convirtiendo en el modelo económico dominante del mundo, un modelo frente al cual cada vez hay menos alternativas. Para mediados de siglo, las vidas de siete mil millones de personas podrían estar gobernadas por sus leyes.
Occidente estableció el modelo económico del siglo XXI, con su hasta ahora desconocido estándar de vida, y casi todos los países y regiones intentan igualarlo, no importa cuál sea el costo. Cuando en los años 1970 el Club de Roma emitió su famoso informe sobre los “límites del crecimiento”, la reacción fue de preocupación. Sin embargo, con el correr de los años, mientras la economía mundial seguía creciendo sin interrupción –y, en la era actual de la globalización, aparentemente sin límites- las predicciones sombrías del Club de Roma se han vuelto cada vez más objeto del ridículo. Y, aún así, la perspectiva elemental del Club de Roma –que vivimos y trabajamos en un ecosistema global finito, con recursos y capacidades agotables- ha regresado para desafiarnos nuevamente.
Al mundo hoy no le preocupan los “límites del crecimiento”, pero prevalece la conciencia de las consecuencias del crecimiento en el clima y el ecosistema de la Tierra. China, por ejemplo, necesita tasas de crecimiento anuales del 10% para mantener bajo control sus gigantescos problemas económicos, sociales y ecológicos. Esto no tendría nada de sensacional si China fuera un país como Luxemburgo o Singapur. Pero China tiene 1.300 millones de habitantes. De modo que las consecuencias de su crecimiento económico son mucho más serias.
La demanda global de energía, materias primas y alimentos está cada vez más influenciada por la creciente demanda en China y la India, cuya población combinada es de 2.500 millones de habitantes. Otros países emergentes grandes y poblados de Asia y Sudamérica están siguiéndoles los pasos a estos gigantes. Los precios marcadamente en alza de las materias primas, los productos agrícolas y la energía ya reflejan los temores por una escasez en el futuro.
Estas consecuencias indeseables de la expansión de los mercados globales han cobrado proporciones alarmantes en un período relativamente breve. China va camino, este año o el próximo, a superar a Estados Unidos como el principal emisor de CO2 del mundo, aunque sus emisiones per capita sean apenas el 20% o menos del nivel de Estados Unidos. ¿Cómo se verá el mundo cuando China reduzca esta diferencia a la mitad? Y la India viene pisando fuerte detrás de China en su nivel de emisiones de carbono.
¿El ecosistema global podrá absorber estos contaminantes adicionales sin cambios considerables en la ecósfera? Obviamente no, como advierte hoy una gran mayoría de los climatólogos.
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Estos datos básicos se conocen desde hace mucho tiempo, y sólo unos pocos niegan que se esté produciendo un cambio climático generado por el hombre de rápida aceleración. Pero, a partir de los debates bizarros sobre el cambio climático en los que incurrimos, uno podría concluir que lo que el mundo necesita es un cambio en su actitud política y psicológica, más que una profunda transformación social y económica. Así que, a pesar de la retórica grandilocuente, es muy poco lo que se está haciendo. Los países emergentes siguen creciendo cada año. Estados Unidos prácticamente se ha retractado por completo de la lucha global contra la contaminación y, a través de un crecimiento descontrolado, consolida su posición como el principal contaminador del mundo. El mismo patrón es válido para Europa y Japón, aunque en una escala levemente menor. En vista de este desafío global, los países del G8 tomaron una decisión heroica: los ocho países industriales más ricos –que también son los principales contaminadores- prometieron “examinar seriamente” la reducción de sus emisiones a la mitad para 2050. Este heroísmo retórico es suficiente para dejar al mundo estupefacto. En realidad, todavía está por verse si la Unión Europea podrá incluso implementar su promesa de reducir las emisiones de CO2 en un 20-30% para 2020. Hasta ahora, en rigor de verdad, la UE todavía no propuso ninguna manera práctica de lograrlo.
Sin embargo, la solución al desafío del cambio climático global es tan clara como el día. La única posibilidad de mejora consiste en desacoplar el crecimiento económico del consumo de energía y las emisiones. Esto debe suceder en los países emergentes y, con más premura aún, en las viejas economías industriales.
Esta desvinculación puede producirse sólo si descartamos la ilusión de que la contaminación no tiene costo. Ya no podemos seguir subsidiando el crecimiento económico y los niveles de vida a costa del medio ambiente global. La población humana decididamente se ha vuelto demasiado grande como para poder permitírselo.
Descartar esta ilusión exige la creación de un mercado de emisiones global –un objetivo todavía muy distante-. También requiere más eficiencia energética, lo que implica una reducción del desaprovechamiento tanto en la producción como en el consumo de energía. Los crecientes precios de la energía ya apuntan en esta dirección, pero este conocimiento todavía tiene que consolidarse. Finalmente, exige un cambio político-económico radical a favor de la energía renovable, en lugar de retornar al poder nuclear o al carbón. En esencia, entonces, estamos enfrentados al triple desafío de una nueva revolución industrial “verde”. Hacer frente a este desafío global también ofrece una gran oportunidad para la prosperidad y la justicia social que debemos aprehender en el futuro.
Por supuesto, habrá muchos perdedores poderosos a medida que implementemos estos cambios. No van a aceptar su “pérdida de poder” sin luchar. Por el momento, todavía parecen correr con ventaja, como lo demuestra tanto palabrerío y ninguna acción. Esto es precisamente lo que debe cambiar.
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As US President-elect Donald Trump prepares to make good on his threats to upend American institutions, the pressure is on his opponents to figure out how to defend, and eventually strengthen, US democracy. But first they must understand how the United States reached this point.
Following South Korean President Yoon Suk-yeol’s groundless declaration of martial law, legislators are pursuing his impeachment. If they succeed, they will have offered a valuable example of how democracies should deal with those who abuse the powers of their office.
thinks the effort to remove a lawless president can serve as an important signal to the rest of the world.
Desde el fin de la Guerra Fría, se han derribado todo tipo de barreras y la economía mundial ha cambiado radicalmente. Hasta 1989, el mercado global abarcaba entre 800 y 1.000 millones de personas. Hoy, es tres veces más grande, y sigue creciendo. De hecho, estamos siendo testigos de una de las revoluciones más dramáticas de la historia moderna y ocurre casi de manera inadvertida. De ser un modelo aplicable a la minoría de la población mundial, la “sociedad de consumo occidental” se está convirtiendo en el modelo económico dominante del mundo, un modelo frente al cual cada vez hay menos alternativas. Para mediados de siglo, las vidas de siete mil millones de personas podrían estar gobernadas por sus leyes.
Occidente estableció el modelo económico del siglo XXI, con su hasta ahora desconocido estándar de vida, y casi todos los países y regiones intentan igualarlo, no importa cuál sea el costo. Cuando en los años 1970 el Club de Roma emitió su famoso informe sobre los “límites del crecimiento”, la reacción fue de preocupación. Sin embargo, con el correr de los años, mientras la economía mundial seguía creciendo sin interrupción –y, en la era actual de la globalización, aparentemente sin límites- las predicciones sombrías del Club de Roma se han vuelto cada vez más objeto del ridículo. Y, aún así, la perspectiva elemental del Club de Roma –que vivimos y trabajamos en un ecosistema global finito, con recursos y capacidades agotables- ha regresado para desafiarnos nuevamente.
Al mundo hoy no le preocupan los “límites del crecimiento”, pero prevalece la conciencia de las consecuencias del crecimiento en el clima y el ecosistema de la Tierra. China, por ejemplo, necesita tasas de crecimiento anuales del 10% para mantener bajo control sus gigantescos problemas económicos, sociales y ecológicos. Esto no tendría nada de sensacional si China fuera un país como Luxemburgo o Singapur. Pero China tiene 1.300 millones de habitantes. De modo que las consecuencias de su crecimiento económico son mucho más serias.
La demanda global de energía, materias primas y alimentos está cada vez más influenciada por la creciente demanda en China y la India, cuya población combinada es de 2.500 millones de habitantes. Otros países emergentes grandes y poblados de Asia y Sudamérica están siguiéndoles los pasos a estos gigantes. Los precios marcadamente en alza de las materias primas, los productos agrícolas y la energía ya reflejan los temores por una escasez en el futuro.
Estas consecuencias indeseables de la expansión de los mercados globales han cobrado proporciones alarmantes en un período relativamente breve. China va camino, este año o el próximo, a superar a Estados Unidos como el principal emisor de CO2 del mundo, aunque sus emisiones per capita sean apenas el 20% o menos del nivel de Estados Unidos. ¿Cómo se verá el mundo cuando China reduzca esta diferencia a la mitad? Y la India viene pisando fuerte detrás de China en su nivel de emisiones de carbono.
¿El ecosistema global podrá absorber estos contaminantes adicionales sin cambios considerables en la ecósfera? Obviamente no, como advierte hoy una gran mayoría de los climatólogos.
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Sin embargo, la solución al desafío del cambio climático global es tan clara como el día. La única posibilidad de mejora consiste en desacoplar el crecimiento económico del consumo de energía y las emisiones. Esto debe suceder en los países emergentes y, con más premura aún, en las viejas economías industriales.
Esta desvinculación puede producirse sólo si descartamos la ilusión de que la contaminación no tiene costo. Ya no podemos seguir subsidiando el crecimiento económico y los niveles de vida a costa del medio ambiente global. La población humana decididamente se ha vuelto demasiado grande como para poder permitírselo.
Descartar esta ilusión exige la creación de un mercado de emisiones global –un objetivo todavía muy distante-. También requiere más eficiencia energética, lo que implica una reducción del desaprovechamiento tanto en la producción como en el consumo de energía. Los crecientes precios de la energía ya apuntan en esta dirección, pero este conocimiento todavía tiene que consolidarse. Finalmente, exige un cambio político-económico radical a favor de la energía renovable, en lugar de retornar al poder nuclear o al carbón. En esencia, entonces, estamos enfrentados al triple desafío de una nueva revolución industrial “verde”. Hacer frente a este desafío global también ofrece una gran oportunidad para la prosperidad y la justicia social que debemos aprehender en el futuro.
Por supuesto, habrá muchos perdedores poderosos a medida que implementemos estos cambios. No van a aceptar su “pérdida de poder” sin luchar. Por el momento, todavía parecen correr con ventaja, como lo demuestra tanto palabrerío y ninguna acción. Esto es precisamente lo que debe cambiar.