BERLÍN – Mientras el presidente estadounidense Donald Trump convierte su estrategia “Estados Unidos primero” en imposición de aranceles a las importaciones, y la Unión Europea se prepara para adoptar contramedidas que llevarán la economía global más cerca de una guerra comercial, nadie presta atención al desafío real que enfrentan ambas economías (y de hecho, el mundo entero). Ese desafío es cambiar la economía global, incluido el comercio internacional, para que finalmente respete los límites naturales del planeta.
La agenda comercial de Trump deja a los progresistas en una posición paradójica. Llevan muchos años denunciando que el sistema de comercio actual es a la vez injusto y ecológicamente destructivo. Pero frente al proteccionismo nacionalista de Trump, que trae ecos de los errores fatales de los años treinta, algunos se sienten obligados a defender el sistema actual.
Los defensores neoliberales del statu quo ahora ven ante sí una oportunidad política para poner a los progresistas en la misma bolsa con Trump como “proteccionistas” y denunciar las amplias y justificadas protestas de la sociedad civil contra tratados megarregionales como el Acuerdo Económico y Comercial Global (AECG) entre la UE y Canadá, y la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (ATCI) entre la UE y Estados Unidos.
Para que el progresismo triunfe, sus partidarios deben trascender la defensa del sistema de comercio actual contra Trump y pasar a la ofensiva, lo que implica presionar por reformas que busquen crear un orden comercial internacional justo, equitativo y basado en reglas. De lo contrario, el nacionalismo económico al estilo de Trump seguirá generando adhesiones en buena parte de la población, en Estados Unidos y otros países.
Para empezar, mientras la UE debate medidas contra los aranceles estadounidenses del 10% al aluminio y 25% al acero, conviene no centrarse exclusivamente en las repercusiones económicas de la disputa y tener en cuenta también los aspectos ecológicos de los materiales implicados. Por ejemplo, la producción de acero, en la que se usa carbón metalúrgico o de “coque”, genera aproximadamente el 5% de las emisiones mundiales de CO2.
Pero no es inevitable. El acero se puede reemplazar por materiales alternativos menos contaminantes, o producirse con un nivel de emisión muy menor. Fabricantes suecos están investigando modos de producción de acero en los que prácticamente no se emite CO2, basados en el uso de electricidad e hidrógeno obtenidos de fuentes de energía renovables. Y la multinacional alemana ThyssenKrupp está desarrollando un proceso que usa los gases residuales de la producción de acero como materia prima para productos químicos y gas natural sintético, lo que hace posible reducir la emisión de CO2.
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Pero estas alternativas no serán viables mientras se permita a la industria tradicional del acero seguir usando la atmósfera como un vertedero gratuito para sus emisiones de CO2. Economistas de todo el espectro político coinciden en que una de las claves para limitar las emisiones de gases de efecto invernadero es que su generación sea tan cara para las empresas que las alternativas ecológicas se vuelvan más baratas (y por ende competitivas) en comparación. Por eso el Partido Verde alemán pide que la UE incluya en su sistema de intercambio de emisiones un precio mínimo a las emisiones de CO2. El estado de California ya incluyó esa medida en su política comercial; nosotros queremos, junto con Francia, llevar la delantera en Europa.
Estas propuestas han generado intensa resistencia. Muchos sostienen que poner un alto precio a las emisiones en Europa daría a los productores extranjeros una ventaja competitiva en el mercado de la UE, y agregan (siguiendo la misma lógica) que la producción se irá a otra parte y al final no se habrá obtenido ninguna mejora medioambiental en general.
A pesar de sus defectos, este argumento convenció a las autoridades europeas. Pero hay una solución obvia: imponer a materiales importados cuya producción es muy contaminante (como el acero, el cemento y el aluminio) un gravamen al momento de su ingreso a la UE. Sería un importante paso hacia un sistema comercial justo y respetuoso del clima. Sería equitativo, porque las normas ambientales se aplicarían por igual a productos europeos y extranjeros. Y mientras se cobre un gravamen equivalente a los bienes de producción local, este “impuesto de ajuste en frontera al carbono” no violaría las normas de la Organización Mundial del Comercio.
Al dar a los países comprometidos con la protección del medioambiente un modo de contrarrestar a los que no lo están, esta estrategia ayudaría a compatibilizar mejor el sistema de comercio internacional con los imperativos ecológicos. Una política de gravar las emisiones de carbono en la frontera no es una forma de proteccionismo nacional estrecho de miras, sino una reacción necesaria por parte de los países decididos a salvaguardar el clima. Tampoco es una idea nueva: todos los proyectos de ley sobre el clima que fracasaron en el Congreso de los Estados Unidos en 2009 incluían un mecanismo similar.
En vez de dejarse arrastrar a los juegos comerciales destructivos de Trump, la UE debería introducir este impuesto de ajuste en frontera a las emisiones de carbono para promover un sistema respetuoso del clima. El presidente francés Emmanuel Macron ya es un firme defensor de la idea. Un grupo de investigadores que representan al MIT, al Instituto Alemán de Asuntos Internacionales y de Seguridad y a otras importantes instituciones ha elaborado un conjunto de propuestas concretas sobre cómo implementar este programa, una medida con la que la UE transmitiría un fuerte mensaje a favor de un sistema comercial más justo y ecológico.
Una respuesta de esta naturaleza, al dejar sentado que la falta de compromiso con la protección del clima no es gratuita, puede alentar cambios en otros países, incluido Estados Unidos. Podría ocurrir, por ejemplo, que el gobierno de Trump reconsidere su retirada del acuerdo de 2015 sobre el clima firmado en París, en particular si los actores europeos coordinan con fuerzas progresistas de ideas similares en, por ejemplo, California o Nueva York. Pero incluso si no logra conmover a Trump, un impuesto al CO2 puede disuadir a otros países que quisieran imitarlo.
Con esa respuesta calibrada y progresista al torpe proteccionismo de Trump, la UE consolidaría su papel pionero en la búsqueda de un sistema comercial más justo y sostenible. Al hacerlo, no sólo ayudará a proteger el medioambiente del que todos dependemos, sino que también reforzará su influencia internacional. Eso, y no una guerra comercial, es lo que el mundo necesita ahora.
The Trump administration's proposed tariffs on steel and aluminum imports will target China, but not the way most observers believe. For the US, the most important bilateral trade issue has nothing to do with the Chinese authorities' failure to reduce excess steel capacity, as promised, and stop subsidizing exports.
thinks the US administration is targeting China, but not the way most observers believe.
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While even the world’s poorest economies have become richer in recent decades, they have continued to lag far behind their higher-income counterparts – and the gap is not getting any smaller. According to this year’s Nobel Prize-winning economists, institutions are a key reason why. From Ukraine’s reconstruction to the regulation of artificial intelligence, the implications are as consequential as they are far-reaching.
BERLÍN – Mientras el presidente estadounidense Donald Trump convierte su estrategia “Estados Unidos primero” en imposición de aranceles a las importaciones, y la Unión Europea se prepara para adoptar contramedidas que llevarán la economía global más cerca de una guerra comercial, nadie presta atención al desafío real que enfrentan ambas economías (y de hecho, el mundo entero). Ese desafío es cambiar la economía global, incluido el comercio internacional, para que finalmente respete los límites naturales del planeta.
La agenda comercial de Trump deja a los progresistas en una posición paradójica. Llevan muchos años denunciando que el sistema de comercio actual es a la vez injusto y ecológicamente destructivo. Pero frente al proteccionismo nacionalista de Trump, que trae ecos de los errores fatales de los años treinta, algunos se sienten obligados a defender el sistema actual.
Los defensores neoliberales del statu quo ahora ven ante sí una oportunidad política para poner a los progresistas en la misma bolsa con Trump como “proteccionistas” y denunciar las amplias y justificadas protestas de la sociedad civil contra tratados megarregionales como el Acuerdo Económico y Comercial Global (AECG) entre la UE y Canadá, y la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (ATCI) entre la UE y Estados Unidos.
Para que el progresismo triunfe, sus partidarios deben trascender la defensa del sistema de comercio actual contra Trump y pasar a la ofensiva, lo que implica presionar por reformas que busquen crear un orden comercial internacional justo, equitativo y basado en reglas. De lo contrario, el nacionalismo económico al estilo de Trump seguirá generando adhesiones en buena parte de la población, en Estados Unidos y otros países.
Para empezar, mientras la UE debate medidas contra los aranceles estadounidenses del 10% al aluminio y 25% al acero, conviene no centrarse exclusivamente en las repercusiones económicas de la disputa y tener en cuenta también los aspectos ecológicos de los materiales implicados. Por ejemplo, la producción de acero, en la que se usa carbón metalúrgico o de “coque”, genera aproximadamente el 5% de las emisiones mundiales de CO2.
Pero no es inevitable. El acero se puede reemplazar por materiales alternativos menos contaminantes, o producirse con un nivel de emisión muy menor. Fabricantes suecos están investigando modos de producción de acero en los que prácticamente no se emite CO2, basados en el uso de electricidad e hidrógeno obtenidos de fuentes de energía renovables. Y la multinacional alemana ThyssenKrupp está desarrollando un proceso que usa los gases residuales de la producción de acero como materia prima para productos químicos y gas natural sintético, lo que hace posible reducir la emisión de CO2.
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Pero estas alternativas no serán viables mientras se permita a la industria tradicional del acero seguir usando la atmósfera como un vertedero gratuito para sus emisiones de CO2. Economistas de todo el espectro político coinciden en que una de las claves para limitar las emisiones de gases de efecto invernadero es que su generación sea tan cara para las empresas que las alternativas ecológicas se vuelvan más baratas (y por ende competitivas) en comparación. Por eso el Partido Verde alemán pide que la UE incluya en su sistema de intercambio de emisiones un precio mínimo a las emisiones de CO2. El estado de California ya incluyó esa medida en su política comercial; nosotros queremos, junto con Francia, llevar la delantera en Europa.
Estas propuestas han generado intensa resistencia. Muchos sostienen que poner un alto precio a las emisiones en Europa daría a los productores extranjeros una ventaja competitiva en el mercado de la UE, y agregan (siguiendo la misma lógica) que la producción se irá a otra parte y al final no se habrá obtenido ninguna mejora medioambiental en general.
A pesar de sus defectos, este argumento convenció a las autoridades europeas. Pero hay una solución obvia: imponer a materiales importados cuya producción es muy contaminante (como el acero, el cemento y el aluminio) un gravamen al momento de su ingreso a la UE. Sería un importante paso hacia un sistema comercial justo y respetuoso del clima. Sería equitativo, porque las normas ambientales se aplicarían por igual a productos europeos y extranjeros. Y mientras se cobre un gravamen equivalente a los bienes de producción local, este “impuesto de ajuste en frontera al carbono” no violaría las normas de la Organización Mundial del Comercio.
Al dar a los países comprometidos con la protección del medioambiente un modo de contrarrestar a los que no lo están, esta estrategia ayudaría a compatibilizar mejor el sistema de comercio internacional con los imperativos ecológicos. Una política de gravar las emisiones de carbono en la frontera no es una forma de proteccionismo nacional estrecho de miras, sino una reacción necesaria por parte de los países decididos a salvaguardar el clima. Tampoco es una idea nueva: todos los proyectos de ley sobre el clima que fracasaron en el Congreso de los Estados Unidos en 2009 incluían un mecanismo similar.
En vez de dejarse arrastrar a los juegos comerciales destructivos de Trump, la UE debería introducir este impuesto de ajuste en frontera a las emisiones de carbono para promover un sistema respetuoso del clima. El presidente francés Emmanuel Macron ya es un firme defensor de la idea. Un grupo de investigadores que representan al MIT, al Instituto Alemán de Asuntos Internacionales y de Seguridad y a otras importantes instituciones ha elaborado un conjunto de propuestas concretas sobre cómo implementar este programa, una medida con la que la UE transmitiría un fuerte mensaje a favor de un sistema comercial más justo y ecológico.
Una respuesta de esta naturaleza, al dejar sentado que la falta de compromiso con la protección del clima no es gratuita, puede alentar cambios en otros países, incluido Estados Unidos. Podría ocurrir, por ejemplo, que el gobierno de Trump reconsidere su retirada del acuerdo de 2015 sobre el clima firmado en París, en particular si los actores europeos coordinan con fuerzas progresistas de ideas similares en, por ejemplo, California o Nueva York. Pero incluso si no logra conmover a Trump, un impuesto al CO2 puede disuadir a otros países que quisieran imitarlo.
Con esa respuesta calibrada y progresista al torpe proteccionismo de Trump, la UE consolidaría su papel pionero en la búsqueda de un sistema comercial más justo y sostenible. Al hacerlo, no sólo ayudará a proteger el medioambiente del que todos dependemos, sino que también reforzará su influencia internacional. Eso, y no una guerra comercial, es lo que el mundo necesita ahora.
Traducción: Esteban Flamini