LOS ÁNGELES – Los antecedentes históricos de la movilización militar rusa a gran escala en su frontera con Ucrania son sombríos, pero si el Kremlin decide avanzar encontrará un peligro con el que ningún ejército invasor tuvo que lidiar antes: 15 reactores nucleares que generan, en 4 sitios, aproximadamente el 50 % del consumo energético de Ucrania.
Los reactores implican un fantasma sobrecogedor: si fueran afectados por el ataque podrían convertirse en minas radioactivas y la propia Rusia sería víctima de los residuos radioactivos aéreos resultantes. Dadas la vulnerabilidad de los reactores nucleares ucranianos y la devastación humana y ambiental que tendrían lugar si fueran dañados en combate, el presidente ruso Vladímir Putin debiera plantearse nuevamente si Ucrania vale una guerra.
Las plantas generadoras de energía suelen ser blancos frecuentes en los conflictos modernos, porque sin ellas los países no pueden seguir combatiendo. Pero los reactores nucleares no son como otras fuentes de energía, contienen enormes cantidades de material radioactivo que puede escapar de muchas maneras. Los bombardeos aéreos o el fuego de artillería, por ejemplo, podrían romper los edificios de contención de los reactores o dañar las líneas vitales de refrigeración que mantienen la estabilidad de sus núcleos. También podría hacerlo un ciberataque que interrumpa el funcionamiento de la planta, al igual que la interrupción de la electricidad generada fuera de las instalaciones, que las plantas nucleares necesitan para seguir funcionando.
Si se funde el núcleo de un reactor, escaparían gases explosivos o residuos radioactivos de la estructura de contención. Una vez en la atmósfera, los efluentes se asentarían por miles de kilómetros y dejarían caer elementos radioactivos —de moderados a extremadamente tóxicos— sobre los entornos urbanos y rurales. Y el combustible nuclear utilizado podría causar una devastación mayor aún si se incendian las piscinas de almacenamiento.
Las consecuencias sanitarias de esa lluvia radioactiva dependerían de la población expuesta y la toxicidad de los elementos radioactivos. El Foro de la ONU sobre Chernóbil estimó que el accidente de 1986 en Ucrania causaría 5000 muertes adicionales por cáncer en 50 años, aunque algunos grupos ambientalistas creen que ese número subestima en gran medida la cantidad probable de víctimas. De hecho, hubo miles de casos de cáncer de tiroides en los años posteriores al accidente.
En medio de una pandemia por la cual murieron millones de personas, las muertes causadas por los reactores nucleares podrían parecer insignificantes, pero esa sería una interpretación desaprensiva del riesgo. Para reducir la captación de la radiación que se depositó sobre el suelo después de Chernóbil, las autoridades soviéticas tuvieron que reubicar a cientos de miles de personas y eliminar la producción de grandes franjas de tierra agrícola y bosques.
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Y enviaron a 600 000 «liquidadores» al reactor y sus inmediaciones para limpiar el sitio. Los ingenieros construyeron un «sarcófago» gigante sobre el edificio del reactor para contener los escapes adicionales. Millones de personas sufrieron traumas psicológicos y aproximadamente 7 millones de habitantes recibieron indemnizaciones gubernamentales. Finalmente, las pérdidas económicas ascendieron a cientos de miles de millones de dólares. Japón aún sigue agregando gastos a los cientos de miles de millones de dólares que costará el desastre de Fukushima de 2011, y en ese episodio solo se liberó un décimo de la radiación de Chernóbil (en su mayor parte, en el océano).
Una guerra aumentaría esos riesgos, ya que sería más probable que los operadores de los reactores capaces de mitigar la lluvia radioactiva estuvieran dispuestos a huir por temor a que les dispararan o los bombardearan. Si un reactor queda en medio de un campo de batalla caótico es posible que ni siquiera haya servicios de emergencia, y la población desinformada quedaría librada a su suerte, deambulando —y entrando en pánico— en las zonas contaminadas debido a los rumores.
Cuando dejaran de resonar los disparos, Ucrania cargaría con los efectos de largo plazo posteriores a cualquier accidente nuclear. Y, como quedó demostrado en Chernóbil, no sería la única: las fugas de radiación no respetan las fronteras nacionales y la proximidad de Rusia la convertiría en un vertedero de depósitos de aerosoles radioactivos.
Dado el legado de Chernóbil, uno pensaría que Rusia evitaría los ataques a reactores en funcionamiento. Esa, de hecho, es la norma histórica. Es cierto, Israel atacó plantas sirias e iraquíes donde sospechaba que se producían armas nucleares, e Irak bombardeó dos reactores en Bushehr, Irán, durante la guerra en la década de 1980, pero en esos casos las plantas aún estaban en construcción.
También hubo casos en que se pensó atacar plantas de energía nuclear: Serbia ponderó un ataque contra la planta nuclear Krško en Eslovenia a principios de la guerra de los Balcanes, y Azerbaiyán contempló un ataque a la planta Metsamor en Armenia durante la guerra de 2020.
Pero hubo otros casos donde fue la más absoluta suerte, no la razón, la que prevaleció. Entre ellos están los ataques fallidos de Irak al reactor para armamento israelí Dimona —con misiles Scud— durante la Guerra del Golfo y el ataque estadounidense a un pequeño reactor para investigaciones en el Centro de Investigaciones Nucleares Tuwaitha iraquí —en las afueras de Bagdad— durante ese mismo conflicto.
Las preocupaciones de Ucrania sobre su vulnerabilidad nuclear bulleron en 2014 cuando Rusia invadió a Crimea y la anexó. Preocupada porque la extensión del conflicto pudiera llevar a un ataque a los reactores, apeló a la Agencia Internacional de Energía Atómica y a la Cumbre de Seguridad Nuclear para que la ayudaran a mejorar sus defensas. Desafortunadamente, no hay defensa capaz de resistir un bombardeo ruso.
¿Está fuera de los planes de Putin un ataque a los reactores? El comportamiento en combate de Rusia desde la disolución de la Unión Soviética es motivo de preocupación. En las guerras contra Afganistán, Chechenia y Siria, las fuerzas rusas prestaron poca atención a los límites convencionales. Luego tenemos los caprichos de la guerra en general: pasan cosas malas, los combatientes cometen errores y los soldados en campo ignoran los límites.
Un ejemplo fue el bombardeo del 26 de marzo de 2017 a la represa Tabqa, mantenida por el Estado Islámico en Siria. Con la altura de un edificio de 18 pisos, la represa sostiene una reserva de 40 km en el río Éufrates. Su destrucción hubiera ahogado a miles de personas inocentes río abajo. Sin embargo, violando órdenes estrictas de no atacar y evitando salvaguardas, los aviadores estadounidenses la atacaron de todas formas. Una vez más, se evitó el desastre por pura suerte: la bomba antibúnker no detonó.
Para el Kremlin, la lección debiera quedar clara. La invasión de Ucrania implica el riesgo de un desastre radioactivo que no solo afectaría a ese país, sino también a la propia Rusia. Ninguna guerra de agresión amerita ese tipo de apuesta.
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For almost a year, many hoped that Israel's war with Hamas would not spread beyond Gaza. But attacks on northern Israel by Hezbollah in southern Lebanon, and now the decision by both groups' backer, Iran, to fire ballistic missiles at Israel, has made a regional conflict all but inevitable.
explains why the fighting between Israel and Hamas has escalated into a regional conflict involving Iran.
LOS ÁNGELES – Los antecedentes históricos de la movilización militar rusa a gran escala en su frontera con Ucrania son sombríos, pero si el Kremlin decide avanzar encontrará un peligro con el que ningún ejército invasor tuvo que lidiar antes: 15 reactores nucleares que generan, en 4 sitios, aproximadamente el 50 % del consumo energético de Ucrania.
Los reactores implican un fantasma sobrecogedor: si fueran afectados por el ataque podrían convertirse en minas radioactivas y la propia Rusia sería víctima de los residuos radioactivos aéreos resultantes. Dadas la vulnerabilidad de los reactores nucleares ucranianos y la devastación humana y ambiental que tendrían lugar si fueran dañados en combate, el presidente ruso Vladímir Putin debiera plantearse nuevamente si Ucrania vale una guerra.
Las plantas generadoras de energía suelen ser blancos frecuentes en los conflictos modernos, porque sin ellas los países no pueden seguir combatiendo. Pero los reactores nucleares no son como otras fuentes de energía, contienen enormes cantidades de material radioactivo que puede escapar de muchas maneras. Los bombardeos aéreos o el fuego de artillería, por ejemplo, podrían romper los edificios de contención de los reactores o dañar las líneas vitales de refrigeración que mantienen la estabilidad de sus núcleos. También podría hacerlo un ciberataque que interrumpa el funcionamiento de la planta, al igual que la interrupción de la electricidad generada fuera de las instalaciones, que las plantas nucleares necesitan para seguir funcionando.
Si se funde el núcleo de un reactor, escaparían gases explosivos o residuos radioactivos de la estructura de contención. Una vez en la atmósfera, los efluentes se asentarían por miles de kilómetros y dejarían caer elementos radioactivos —de moderados a extremadamente tóxicos— sobre los entornos urbanos y rurales. Y el combustible nuclear utilizado podría causar una devastación mayor aún si se incendian las piscinas de almacenamiento.
Las consecuencias sanitarias de esa lluvia radioactiva dependerían de la población expuesta y la toxicidad de los elementos radioactivos. El Foro de la ONU sobre Chernóbil estimó que el accidente de 1986 en Ucrania causaría 5000 muertes adicionales por cáncer en 50 años, aunque algunos grupos ambientalistas creen que ese número subestima en gran medida la cantidad probable de víctimas. De hecho, hubo miles de casos de cáncer de tiroides en los años posteriores al accidente.
En medio de una pandemia por la cual murieron millones de personas, las muertes causadas por los reactores nucleares podrían parecer insignificantes, pero esa sería una interpretación desaprensiva del riesgo. Para reducir la captación de la radiación que se depositó sobre el suelo después de Chernóbil, las autoridades soviéticas tuvieron que reubicar a cientos de miles de personas y eliminar la producción de grandes franjas de tierra agrícola y bosques.
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Una guerra aumentaría esos riesgos, ya que sería más probable que los operadores de los reactores capaces de mitigar la lluvia radioactiva estuvieran dispuestos a huir por temor a que les dispararan o los bombardearan. Si un reactor queda en medio de un campo de batalla caótico es posible que ni siquiera haya servicios de emergencia, y la población desinformada quedaría librada a su suerte, deambulando —y entrando en pánico— en las zonas contaminadas debido a los rumores.
Cuando dejaran de resonar los disparos, Ucrania cargaría con los efectos de largo plazo posteriores a cualquier accidente nuclear. Y, como quedó demostrado en Chernóbil, no sería la única: las fugas de radiación no respetan las fronteras nacionales y la proximidad de Rusia la convertiría en un vertedero de depósitos de aerosoles radioactivos.
Dado el legado de Chernóbil, uno pensaría que Rusia evitaría los ataques a reactores en funcionamiento. Esa, de hecho, es la norma histórica. Es cierto, Israel atacó plantas sirias e iraquíes donde sospechaba que se producían armas nucleares, e Irak bombardeó dos reactores en Bushehr, Irán, durante la guerra en la década de 1980, pero en esos casos las plantas aún estaban en construcción.
También hubo casos en que se pensó atacar plantas de energía nuclear: Serbia ponderó un ataque contra la planta nuclear Krško en Eslovenia a principios de la guerra de los Balcanes, y Azerbaiyán contempló un ataque a la planta Metsamor en Armenia durante la guerra de 2020.
Pero hubo otros casos donde fue la más absoluta suerte, no la razón, la que prevaleció. Entre ellos están los ataques fallidos de Irak al reactor para armamento israelí Dimona —con misiles Scud— durante la Guerra del Golfo y el ataque estadounidense a un pequeño reactor para investigaciones en el Centro de Investigaciones Nucleares Tuwaitha iraquí —en las afueras de Bagdad— durante ese mismo conflicto.
Las preocupaciones de Ucrania sobre su vulnerabilidad nuclear bulleron en 2014 cuando Rusia invadió a Crimea y la anexó. Preocupada porque la extensión del conflicto pudiera llevar a un ataque a los reactores, apeló a la Agencia Internacional de Energía Atómica y a la Cumbre de Seguridad Nuclear para que la ayudaran a mejorar sus defensas. Desafortunadamente, no hay defensa capaz de resistir un bombardeo ruso.
¿Está fuera de los planes de Putin un ataque a los reactores? El comportamiento en combate de Rusia desde la disolución de la Unión Soviética es motivo de preocupación. En las guerras contra Afganistán, Chechenia y Siria, las fuerzas rusas prestaron poca atención a los límites convencionales. Luego tenemos los caprichos de la guerra en general: pasan cosas malas, los combatientes cometen errores y los soldados en campo ignoran los límites.
Un ejemplo fue el bombardeo del 26 de marzo de 2017 a la represa Tabqa, mantenida por el Estado Islámico en Siria. Con la altura de un edificio de 18 pisos, la represa sostiene una reserva de 40 km en el río Éufrates. Su destrucción hubiera ahogado a miles de personas inocentes río abajo. Sin embargo, violando órdenes estrictas de no atacar y evitando salvaguardas, los aviadores estadounidenses la atacaron de todas formas. Una vez más, se evitó el desastre por pura suerte: la bomba antibúnker no detonó.
Para el Kremlin, la lección debiera quedar clara. La invasión de Ucrania implica el riesgo de un desastre radioactivo que no solo afectaría a ese país, sino también a la propia Rusia. Ninguna guerra de agresión amerita ese tipo de apuesta.
Traducción al español por Ant-Translation