TEMPE, ARIZONA – La manera más simple de describir la situación del fuego en el mundo es esta: hay demasiado fuego del tipo malo, demasiado poco del tipo bueno y demasiado en términos generales. Los fuegos malos son aquellos como el incendio que en estos días mató a 19 bomberos, aquí en Arizona, o como los que cubrieron el sudeste de Asia bajo un manto de humo, arrasan ciudades, contaminan ecosistemas con efluentes y arruinan biotas al arder en el momento y con la intensidad más inoportunos. Los fuegos buenos son los que brindan un servicio ecológico, al modificar con sus llamas los paisajes en forma adecuada y sin salirse de sus límites.
Paradójicamente, al mismo tiempo que es probable que en el planeta no haya suficiente fuego, los combustibles fósiles nos garantizan que haya demasiada combustión. En términos generales, al mundo desarrollado le falta fuego del bueno y a los países en desarrollo les sobra fuego del malo. Y casi todos los observadores predicen que esta situación se mantendrá durante los próximos años.
El modo de encarar este problema depende de cómo lo definamos. La paradoja del fuego surge de su capacidad, única entre todos los procesos naturales, para cambiar de forma. El motivo es simple: el fuego no es una criatura, ni una sustancia ni un fenómeno geofísico (como un huracán o un terremoto): es una reacción bioquímica, una síntesis de todo lo que lo rodea. Su carácter depende del contexto.
El fuego integra todo lo que encuentra a su alrededor: el sol, el viento, la lluvia, las plantas, el terreno, los techos de las casas, los campos, todo lo que la gente hace o deja de hacer. Por eso es un indicador del estado de un ecosistema. También es una marca exclusiva de nuestra especie, algo que ninguna otra criatura aparte de nosotros puede hacer. Aunque el fuego no es invento nuestro (ha sido un elemento integral de la Tierra desde hace más de 400 millones de años), ejercemos el monopolio de su uso controlado.
Por todas estas razones, el fuego es universal, inasible y difícil de someter a formas manejables. No hay una solución al problema del fuego, porque hay muchos tipos de fuego, que cambian según el contexto. Algunos problemas generados por el fuego tienen soluciones técnicas: podemos construir máquinas que reducen la combustión a su esencia y la contienen; podemos levantar casas resistentes al fuego; podemos diseñar ciudades de modos que impidan la propagación de incendios de un edificio al otro. Pero la única razón por la que estos tipos de fuego admiten solución es que el entorno en el que se desarrollan lo construimos nosotros.
Sin fuego no podemos sobrevivir; pero necesitamos fuego en las formas correctas. No hay duda de que una ciudad arrasada por el fuego es un problema. Pero también es un problema cuando se elimina el fuego de zonas naturales que están adaptadas a él, porque desde el punto de vista ecológico, la ausencia del fuego puede ser tan significativa como su presencia. El caso es que no podemos usar los incendios urbanos como modelo para los incendios forestales.
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Los modelos habituales con que se describe el fuego suelen estar mal encaminados, porque presentan el fuego como desastre y la lucha contra él como una guerra. Esta alusión al campo de batalla lleva a los observadores a pensar que tiene que haber mejores tecnologías que la pala y el rastrillo para sofocar el fuego, que a la fuerza de la naturaleza hay que responderle con otra fuerza mayor. Estas metáforas importan, porque definen mal el problema.
Durante la última década, el mundo experimentó una seguidilla de incendios descontrolados que algunos observadores llamaron “megaincendios”. Se han dado diversas explicaciones; algunas señalan el cambio climático e indican que el calentamiento global provoca un agravamiento de las sequías y fenómenos climáticos extremos. Algunos de estos incendios se desataron en condiciones anómalas, pero otros no.
Otras destacan la acumulación de materiales combustibles, un proceso que se da en las más variadas formas: el drenaje de pantanos en Indonesia, la destrucción de bosques lluviosos en la Amazonia, el aumento de densidad boscosa en las tierras vírgenes estadounidenses como consecuencia de las medidas de control y prevención de incendios y, por todas partes, el avance descontrolado de los límites urbanos y la construcción de casas propensas a incendio.
Finalmente, otras explicaciones acusan a cambios políticos y prácticos. La designación oficial de una zona como área silvestre incentiva un aumento de los incendios. Asimismo, la renuencia a arriesgar la vida de bomberos para luchar contra incendios en sitios alejados (sumada al factor costo) brinda motivos para abstenerse, dejar arder la colina de al lado y ofrecer protección puntual a las comunidades amenazadas.
Por supuesto, necesitamos el poder de controlar el fuego malo. Pero en este tema, poner el acento solamente en la supresión del fuego conduce al equivalente de un Estado policial, en vez de a un paisaje habitable. Lo cierto es que la gran diversidad que presenta el fuego señala la necesidad de una diversidad equivalente de medios para manejarlo o volverlo provechoso.
Para asignar a cada problema la solución que le corresponde, es preciso comenzar por definir correctamente la cuestión. Cuando un incendio arrasa un pueblo es un desastre, pero si solamente vemos al fuego de esta manera, entonces haremos como muchos organismos de control de incendios forestales, que en vez de los métodos tradicionales de gestión de tierras, están adoptando modelos urbanos en los cuales cualquier incendio es un peligro. Al hacerlo, se colocan en una posición de combatir los incendios a medida que se declaran, en vez de gestionar el entorno que los sostiene.
Asimismo, definir la lucha contra el fuego como una batalla lleva a la acumulación de fuerzas, a la búsqueda de tecnologías más poderosas (por ejemplo, aviones hidrantes) y a la aceptación de las muertes de bomberos como algo inevitable. De este modo ganaremos batallas, pero mandando personal a morir en una guerra que no existe. Incluso suponiendo que la metáfora bélica sea apropiada, aquí no se trata tanto de una guerra clásica cuanto de que nos enfrentamos a una insurgencia ecológica que no podemos someter bombardeándola o pasándole una topadora por encima. En muchos casos, la mejor solución es usar fuego bueno para contener al fuego malo. Una guerra total contra el fuego es un error conceptual tan grande como, por decir algo, una guerra global contra el terror.
El fuego es aquello que el entorno hace de él. Además, el fuego es una relación. Hace mucho tiempo, el fuego y la humanidad comenzaron a transformar mutuamente sus respectivos ámbitos. Hoy como siempre, seguimos siendo amigos entrañables y enemigos implacables.
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Over time, as American democracy has increasingly fallen short of delivering on its core promises, the Democratic Party has contributed to the problem by catering to a narrow, privileged elite. To restore its own prospects and America’s signature form of governance, it must return to its working-class roots.
is not surprised that so many voters ignored warnings about the threat Donald Trump poses to US institutions.
Enrique Krauze
considers the responsibility of the state to guarantee freedom, heralds the demise of Mexico’s democracy, highlights flaws in higher-education systems, and more.
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TEMPE, ARIZONA – La manera más simple de describir la situación del fuego en el mundo es esta: hay demasiado fuego del tipo malo, demasiado poco del tipo bueno y demasiado en términos generales. Los fuegos malos son aquellos como el incendio que en estos días mató a 19 bomberos, aquí en Arizona, o como los que cubrieron el sudeste de Asia bajo un manto de humo, arrasan ciudades, contaminan ecosistemas con efluentes y arruinan biotas al arder en el momento y con la intensidad más inoportunos. Los fuegos buenos son los que brindan un servicio ecológico, al modificar con sus llamas los paisajes en forma adecuada y sin salirse de sus límites.
Paradójicamente, al mismo tiempo que es probable que en el planeta no haya suficiente fuego, los combustibles fósiles nos garantizan que haya demasiada combustión. En términos generales, al mundo desarrollado le falta fuego del bueno y a los países en desarrollo les sobra fuego del malo. Y casi todos los observadores predicen que esta situación se mantendrá durante los próximos años.
El modo de encarar este problema depende de cómo lo definamos. La paradoja del fuego surge de su capacidad, única entre todos los procesos naturales, para cambiar de forma. El motivo es simple: el fuego no es una criatura, ni una sustancia ni un fenómeno geofísico (como un huracán o un terremoto): es una reacción bioquímica, una síntesis de todo lo que lo rodea. Su carácter depende del contexto.
El fuego integra todo lo que encuentra a su alrededor: el sol, el viento, la lluvia, las plantas, el terreno, los techos de las casas, los campos, todo lo que la gente hace o deja de hacer. Por eso es un indicador del estado de un ecosistema. También es una marca exclusiva de nuestra especie, algo que ninguna otra criatura aparte de nosotros puede hacer. Aunque el fuego no es invento nuestro (ha sido un elemento integral de la Tierra desde hace más de 400 millones de años), ejercemos el monopolio de su uso controlado.
Por todas estas razones, el fuego es universal, inasible y difícil de someter a formas manejables. No hay una solución al problema del fuego, porque hay muchos tipos de fuego, que cambian según el contexto. Algunos problemas generados por el fuego tienen soluciones técnicas: podemos construir máquinas que reducen la combustión a su esencia y la contienen; podemos levantar casas resistentes al fuego; podemos diseñar ciudades de modos que impidan la propagación de incendios de un edificio al otro. Pero la única razón por la que estos tipos de fuego admiten solución es que el entorno en el que se desarrollan lo construimos nosotros.
Sin fuego no podemos sobrevivir; pero necesitamos fuego en las formas correctas. No hay duda de que una ciudad arrasada por el fuego es un problema. Pero también es un problema cuando se elimina el fuego de zonas naturales que están adaptadas a él, porque desde el punto de vista ecológico, la ausencia del fuego puede ser tan significativa como su presencia. El caso es que no podemos usar los incendios urbanos como modelo para los incendios forestales.
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Los modelos habituales con que se describe el fuego suelen estar mal encaminados, porque presentan el fuego como desastre y la lucha contra él como una guerra. Esta alusión al campo de batalla lleva a los observadores a pensar que tiene que haber mejores tecnologías que la pala y el rastrillo para sofocar el fuego, que a la fuerza de la naturaleza hay que responderle con otra fuerza mayor. Estas metáforas importan, porque definen mal el problema.
Durante la última década, el mundo experimentó una seguidilla de incendios descontrolados que algunos observadores llamaron “megaincendios”. Se han dado diversas explicaciones; algunas señalan el cambio climático e indican que el calentamiento global provoca un agravamiento de las sequías y fenómenos climáticos extremos. Algunos de estos incendios se desataron en condiciones anómalas, pero otros no.
Otras destacan la acumulación de materiales combustibles, un proceso que se da en las más variadas formas: el drenaje de pantanos en Indonesia, la destrucción de bosques lluviosos en la Amazonia, el aumento de densidad boscosa en las tierras vírgenes estadounidenses como consecuencia de las medidas de control y prevención de incendios y, por todas partes, el avance descontrolado de los límites urbanos y la construcción de casas propensas a incendio.
Finalmente, otras explicaciones acusan a cambios políticos y prácticos. La designación oficial de una zona como área silvestre incentiva un aumento de los incendios. Asimismo, la renuencia a arriesgar la vida de bomberos para luchar contra incendios en sitios alejados (sumada al factor costo) brinda motivos para abstenerse, dejar arder la colina de al lado y ofrecer protección puntual a las comunidades amenazadas.
Por supuesto, necesitamos el poder de controlar el fuego malo. Pero en este tema, poner el acento solamente en la supresión del fuego conduce al equivalente de un Estado policial, en vez de a un paisaje habitable. Lo cierto es que la gran diversidad que presenta el fuego señala la necesidad de una diversidad equivalente de medios para manejarlo o volverlo provechoso.
Para asignar a cada problema la solución que le corresponde, es preciso comenzar por definir correctamente la cuestión. Cuando un incendio arrasa un pueblo es un desastre, pero si solamente vemos al fuego de esta manera, entonces haremos como muchos organismos de control de incendios forestales, que en vez de los métodos tradicionales de gestión de tierras, están adoptando modelos urbanos en los cuales cualquier incendio es un peligro. Al hacerlo, se colocan en una posición de combatir los incendios a medida que se declaran, en vez de gestionar el entorno que los sostiene.
Asimismo, definir la lucha contra el fuego como una batalla lleva a la acumulación de fuerzas, a la búsqueda de tecnologías más poderosas (por ejemplo, aviones hidrantes) y a la aceptación de las muertes de bomberos como algo inevitable. De este modo ganaremos batallas, pero mandando personal a morir en una guerra que no existe. Incluso suponiendo que la metáfora bélica sea apropiada, aquí no se trata tanto de una guerra clásica cuanto de que nos enfrentamos a una insurgencia ecológica que no podemos someter bombardeándola o pasándole una topadora por encima. En muchos casos, la mejor solución es usar fuego bueno para contener al fuego malo. Una guerra total contra el fuego es un error conceptual tan grande como, por decir algo, una guerra global contra el terror.
El fuego es aquello que el entorno hace de él. Además, el fuego es una relación. Hace mucho tiempo, el fuego y la humanidad comenzaron a transformar mutuamente sus respectivos ámbitos. Hoy como siempre, seguimos siendo amigos entrañables y enemigos implacables.
Traducción: Esteban Flamini