LONDRES – Cuando le faltan pocos días para acabar, parece seguro que 2014 será el año más cálido registrado hasta ahora o al menos el segundo de la lista. El acuerdo internacional sobre la adopción de medidas sólidas para limitar el calentamiento planetario sigue siendo insuficiente: en la conferencia sobre el cambio climático celebrada en Lima y que acaba de concluir se han conseguido algunos avances, pero no uno de verdad determinante. Sin embargo, fuera del circuito diplomático, los avances tecnológicos garantizan que podemos crear economías con escasas emisiones de carbono y a un costo mínimo y gran beneficio para el bienestar humano.
La energía solar que llega a la superficie de la Tierra proporciona el equivalente de 5.000 veces la necesaria para satisfacer las necesidades energéticas de la Humanidad. Disponemos de la tecnología para captarla de forma rentable y limpia. De hecho, los precios del módulo fotovoltaico se han reducido un 80 por ciento desde 2008 y ahora los mejores proyectos solares a escala de los servicios públicos pueden producir electricidad por menos de 0,10 dólares por kilovatio-hora. Los optimistas dicen que la energía solar llegará a ser económica sin subvenciones al final de este decenio, mientras que los pesimistas sitúan el umbral de rentabilidad en el decenio de 2020. La cuestión es cuándo –y no si– así será.
Aunque los avances en materia de tecnologías de almacenamiento de energía han sido menos espectaculares, han sido suficientes para hacer viable el transporte ecológico. El precio de los paquetes de baterías de ión litio ha bajado de 800 dólares por kilovatio-hora en 2009 a 600 dólares en 2014 y es probable que sea inferior a 300 dólares en 2020 y 150 dólares a finales del decenio de 2020. Una vez que el precio sea inferior a 250 dólares, el costo total de poseer y hacer funcionar un coche eléctrico será inferior al de uno con motor de combustión interna (suponiendo que los precios de la gasolina asciendan a 3,50 dólares por galón de los EE.UU.).
Naturalmente, el rumbo exacto del progreso es incierto, pero un futuro en el que el transporte sin carbono sea posible está garantizado y, gracias a ello, nuestras ciudades serán lugares más limpios, menos ruidosos y más agradables para vivir.
Los avances en otras tecnologías son también esenciales. Probablemente, el hidrógeno o los biocombustibles serán necesarios para propulsar las aplicaciones –en particular, la aviación– que requieran proporciones elevadas de energía en relación con el peso. Y la creación de una economía con escasas emisiones de carbono entrañará inversiones enormes en materia de capacidad de energía eléctrica y su transmisión, edificios energéticamente eficientes, sistemas de tráfico en gran escala y redes para la recarga eléctrica.
En el Nuevo Informe Económico sobre el Clima, hecho público por las Naciones Unidas el pasado mes de septiembre, se calcula que la inversión necesaria para los quince próximos años ascenderá a 14 billones de dólares, pero los costos de capital suplementarios respecto de una economía con elevadas emisiones de carbono serán menores: cuatro billones de dólares, menos de una tercera parte del uno por ciento del PIB mundial durante el mismo período, y el máximo sacrificio de renta futura por habitante no será mayor de entre el uno y el cuatro por ciento del PIB mundial. Eso quiere decir que el mundo podría tener que esperar, pongamos por caso, hasta diciembre de 2051 para alcanzar el nivel de renta y prosperidad que, de lo contrario, habría alcanzado en el enero anterior.
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Así, pues, no necesitamos combustibles fósiles para sostener economías prósperas. Si un ladrón extraterritorial llegara por la noche y robase dos terceras partes de las reservas de carbón, gas y petróleo, toda la Humanidad podría seguir disfrutando de electrodomésticos, productos y servicios de tecnologías de la información, calefacción, iluminación y movilidad que caracterizan el mundo moderno.
Pero no existe semejante ladrón y padecemos la maldición de disponer de combustibles fósiles en abundancia. Algunos ecologistas afirman que pronto alcanzaremos el “zenit de los combustibles fósiles”, con lo que la energía verde resultará esencial no sólo para el clima, sino también para la continuación del crecimiento. Lamentablemente, no es así.
Las reservas totales de gas y carbón podrían sostener la demanda actual durante más de cien años y los avances tecnológicos –por ejemplo, la fractura hidráulica, que ha desbloqueado la energía de esquisto– hace que un porcentaje de dichas reservas que no cesa de aumentar resulte económicamente atractivo. La producción de petróleo puede llegar a su zenit en los próximos decenios, pero los equivalentes de la gasolina se pueden sintetizar a partir del gas o del carbón.
Cuando 2014 toca a su fin, la bajada de los precios del petróleo, del gas y del carbón amenaza con socavar la inversión en energía ecológica y estimular un consumo derrochador. En los Estados Unidos, el de los vehículos deportivos y utilitarios, los mayores de los cuales tienen cinco metros de largos y pesan 2,6 toneladas, es el sector del mercado automovilístico que crece más rápidamente.
El beneficio para el bienestar humano de esos monstruos no queda claro a aquellos a quienes, como a mí recientemente, se les asigna uno así para ir al aeropuerto desde el centro de Manhattan. El espacio para las piernas no es mayor, el espacio para la
cabeza no es más alto y los asientos no son más cómodos que en un sedán. Lo único que hacen una tonelada y media de acero innecesario es añadir más peso. La mayor amenaza para un futuro próspero con escasas emisiones de carbono no es una falta de opciones tecnológicas, sino el despilfarro que fomentan los bajos precios de los combustibles fósiles.
Naturalmente, para quienes creen en las opciones económicas racionales, no hay despilfarro. Si la gente opta por moverse en coches enormes, ha de obtener algún beneficio de ello y, si el paso a la energía ecológica hace que esa opción no resulte económica, el bienestar humano ha de padecer las consecuencias.
Pero la teoría económica basada en la experiencia del mundo real nos dice que las preferencias de los consumidores no son inmutables ni absolutas, sino que se las estimula con una moda que se refuerza a sí misma mediante normas y tendencias de grupo y publicidad y algunos aumentos del consumo no brindan una mayor satisfacción vital permanente. Un mundo en el que los vehículos de 2,6 toneladas fueran prohibitivamente caros para el uso de un solo pasajero no entrañaría sacrificio alguno del bienestar humano.
Cuando los obispos católicos romanos han pedido este mes el fin de la utilización de los combustibles fósiles, su intervención ha sido criticada por considerársela desconectada de las realidades económicas, pero la economía de los obispos es impecable. El compromiso de eliminar progresivamente los combustibles fósiles reforzaría los incentivos para la innovación tecnológica y, si las preferencias del consumidor están determinadas socialmente, ni siquiera unos consumidores poco virtuosos perderían nada a largo plazo.
Lamentablemente, los obispos tienen menos influencia en la acción divina que en la economía: fuera cual fuese la deidad que puso los combustibles fósiles en la Tierra, no ha mostrado disposición a retirarlos. En esta temporada de vacaciones tal vez debiéramos desear un milagro. Aparte de eso, debemos comprometernos con la decisión de dejar la mayor parte de los combustibles fósiles en el interior de la Tierra.
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A new Global Digital Compact rests on the insight that while AI can be a game-changing technology, managing its far-reaching potential requires a new global infrastructure and robust mechanisms to manage the risks. At a time when multilateralism is faltering, global cooperation remains possible.
herald a new global compact that aims to manage the technology’s risks and unlock its potential.
Marietje Schaake
warns that Big Tech’s outsize influence threatens democracy, suggests what Western leaders can learn from Chinese technology governance, urges governments to use public procurement to influence the trajectory of digital technology, and more.
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LONDRES – Cuando le faltan pocos días para acabar, parece seguro que 2014 será el año más cálido registrado hasta ahora o al menos el segundo de la lista. El acuerdo internacional sobre la adopción de medidas sólidas para limitar el calentamiento planetario sigue siendo insuficiente: en la conferencia sobre el cambio climático celebrada en Lima y que acaba de concluir se han conseguido algunos avances, pero no uno de verdad determinante. Sin embargo, fuera del circuito diplomático, los avances tecnológicos garantizan que podemos crear economías con escasas emisiones de carbono y a un costo mínimo y gran beneficio para el bienestar humano.
La energía solar que llega a la superficie de la Tierra proporciona el equivalente de 5.000 veces la necesaria para satisfacer las necesidades energéticas de la Humanidad. Disponemos de la tecnología para captarla de forma rentable y limpia. De hecho, los precios del módulo fotovoltaico se han reducido un 80 por ciento desde 2008 y ahora los mejores proyectos solares a escala de los servicios públicos pueden producir electricidad por menos de 0,10 dólares por kilovatio-hora. Los optimistas dicen que la energía solar llegará a ser económica sin subvenciones al final de este decenio, mientras que los pesimistas sitúan el umbral de rentabilidad en el decenio de 2020. La cuestión es cuándo –y no si– así será.
Aunque los avances en materia de tecnologías de almacenamiento de energía han sido menos espectaculares, han sido suficientes para hacer viable el transporte ecológico. El precio de los paquetes de baterías de ión litio ha bajado de 800 dólares por kilovatio-hora en 2009 a 600 dólares en 2014 y es probable que sea inferior a 300 dólares en 2020 y 150 dólares a finales del decenio de 2020. Una vez que el precio sea inferior a 250 dólares, el costo total de poseer y hacer funcionar un coche eléctrico será inferior al de uno con motor de combustión interna (suponiendo que los precios de la gasolina asciendan a 3,50 dólares por galón de los EE.UU.).
Naturalmente, el rumbo exacto del progreso es incierto, pero un futuro en el que el transporte sin carbono sea posible está garantizado y, gracias a ello, nuestras ciudades serán lugares más limpios, menos ruidosos y más agradables para vivir.
Los avances en otras tecnologías son también esenciales. Probablemente, el hidrógeno o los biocombustibles serán necesarios para propulsar las aplicaciones –en particular, la aviación– que requieran proporciones elevadas de energía en relación con el peso. Y la creación de una economía con escasas emisiones de carbono entrañará inversiones enormes en materia de capacidad de energía eléctrica y su transmisión, edificios energéticamente eficientes, sistemas de tráfico en gran escala y redes para la recarga eléctrica.
En el Nuevo Informe Económico sobre el Clima, hecho público por las Naciones Unidas el pasado mes de septiembre, se calcula que la inversión necesaria para los quince próximos años ascenderá a 14 billones de dólares, pero los costos de capital suplementarios respecto de una economía con elevadas emisiones de carbono serán menores: cuatro billones de dólares, menos de una tercera parte del uno por ciento del PIB mundial durante el mismo período, y el máximo sacrificio de renta futura por habitante no será mayor de entre el uno y el cuatro por ciento del PIB mundial. Eso quiere decir que el mundo podría tener que esperar, pongamos por caso, hasta diciembre de 2051 para alcanzar el nivel de renta y prosperidad que, de lo contrario, habría alcanzado en el enero anterior.
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Pero no existe semejante ladrón y padecemos la maldición de disponer de combustibles fósiles en abundancia. Algunos ecologistas afirman que pronto alcanzaremos el “zenit de los combustibles fósiles”, con lo que la energía verde resultará esencial no sólo para el clima, sino también para la continuación del crecimiento. Lamentablemente, no es así.
Las reservas totales de gas y carbón podrían sostener la demanda actual durante más de cien años y los avances tecnológicos –por ejemplo, la fractura hidráulica, que ha desbloqueado la energía de esquisto– hace que un porcentaje de dichas reservas que no cesa de aumentar resulte económicamente atractivo. La producción de petróleo puede llegar a su zenit en los próximos decenios, pero los equivalentes de la gasolina se pueden sintetizar a partir del gas o del carbón.
Cuando 2014 toca a su fin, la bajada de los precios del petróleo, del gas y del carbón amenaza con socavar la inversión en energía ecológica y estimular un consumo derrochador. En los Estados Unidos, el de los vehículos deportivos y utilitarios, los mayores de los cuales tienen cinco metros de largos y pesan 2,6 toneladas, es el sector del mercado automovilístico que crece más rápidamente.
El beneficio para el bienestar humano de esos monstruos no queda claro a aquellos a quienes, como a mí recientemente, se les asigna uno así para ir al aeropuerto desde el centro de Manhattan. El espacio para las piernas no es mayor, el espacio para la
cabeza no es más alto y los asientos no son más cómodos que en un sedán. Lo único que hacen una tonelada y media de acero innecesario es añadir más peso. La mayor amenaza para un futuro próspero con escasas emisiones de carbono no es una falta de opciones tecnológicas, sino el despilfarro que fomentan los bajos precios de los combustibles fósiles.
Naturalmente, para quienes creen en las opciones económicas racionales, no hay despilfarro. Si la gente opta por moverse en coches enormes, ha de obtener algún beneficio de ello y, si el paso a la energía ecológica hace que esa opción no resulte económica, el bienestar humano ha de padecer las consecuencias.
Pero la teoría económica basada en la experiencia del mundo real nos dice que las preferencias de los consumidores no son inmutables ni absolutas, sino que se las estimula con una moda que se refuerza a sí misma mediante normas y tendencias de grupo y publicidad y algunos aumentos del consumo no brindan una mayor satisfacción vital permanente. Un mundo en el que los vehículos de 2,6 toneladas fueran prohibitivamente caros para el uso de un solo pasajero no entrañaría sacrificio alguno del bienestar humano.
Cuando los obispos católicos romanos han pedido este mes el fin de la utilización de los combustibles fósiles, su intervención ha sido criticada por considerársela desconectada de las realidades económicas, pero la economía de los obispos es impecable. El compromiso de eliminar progresivamente los combustibles fósiles reforzaría los incentivos para la innovación tecnológica y, si las preferencias del consumidor están determinadas socialmente, ni siquiera unos consumidores poco virtuosos perderían nada a largo plazo.
Lamentablemente, los obispos tienen menos influencia en la acción divina que en la economía: fuera cual fuese la deidad que puso los combustibles fósiles en la Tierra, no ha mostrado disposición a retirarlos. En esta temporada de vacaciones tal vez debiéramos desear un milagro. Aparte de eso, debemos comprometernos con la decisión de dejar la mayor parte de los combustibles fósiles en el interior de la Tierra.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.