La carrera armamentista de la biología

Mientras la Segunda Guerra Mundial se desarrollaba en Europa en 1941, la revista médica británica „Lancet“ describía un descubrimiento de importanica histórica. „Un policía de 43 años en Oxford, Inglaterra,” decía el artículo, “fue internado en un hospital a principios de octubre de 1940 con infecciones diseminadas de Staphylococcus aureus y Streptococcus pyogenes . Su enfermedad comenzó como una ulceración en una de las comisuras de la boca. La terapia de drenado local no funcionó…Cuando se le empezó a administrar penicilina el 12 de febrero de 1941, la infección ya se había extendido a casi toda la cara, ambas órbitas, los pulmones y el brazo derecho (con osteomielitis). Entre el 12 y el 17 de ferbrero se le aplicaron 4.4 gramos de penicilina. Eso provocó una gran mejoría. Las infecciones de la cara y el brazo desaparecieron y la fiebre del policía cedió. Sus glóbulos blancos cayeron de 20,000 al principio de la terapia a 8,400 cuando terminó”. “El tratamiento se tuvo que suspender”, añadía el reporte, “porque se agotaron las existencias de penicilina. El paciente recayó y murió de una infección masiva por estafilococos el 15 de marzo de 1941.” Un año después, más o menos, se reconoció a la penicilina como un fármaco milagroso. La producción masiva, estimulada por la demanda de la época de la guerra, garantizó la oferta. La era de los antibióticos había comenzado. En poco más de dos décadas el número de agentes antibacteriales que se añadió al arsenal antibiótico creció rápidamente. Los nombres son familiares: estreptomicina, cloramfenicol, tetraciclina, eritromicina, meticilina, vancomicina, rifampin, cefalosporina, gentamicina. Todos eran el producto de microbios que viven en la tierra y entre los cuales la recién nacida industria anti-infecciones encontró a sus aliados más inventivos. Juntos, estos agentes poderosamente tóxicos tenían actividades que parecían cubrir toda la gama de los patógenos humanos. Es importante tomar conciencia de la forma tan radical en la que esos agentes cambiaron la milenaria batalla entre el hobre y los microbios que producen enfermedades. En la era anterior a la penicilina, una enfermedad infecciosa era asunto privado del paciente: su sistema inmunológico se enfrentaba solo a los factores virulentos del patógeno microbiano invasor. La introducción de la penicilina y de otros poderosos agentes antibacteriales cambio este escenario a una especie de guerra con intermediarios. La bacteria invasora ya no se enfrentaba al huésped sino a químicos tóxicos, un arsenal de agentes antibacteriales que podían matar al invasor mediante mecanismos altamente selectivos, dirigidos contra puntos críticos del metabolismo de los microbios, esenciales para su supervivencia. A primera vista, la potencia de esos agentes parecía ilimitada. En efecto, la ciencia se sentía tan victoriosa que la máxima autoridad en materia de salud de Estados Unidos declaraba en 1970 que „ya podemos cerrar los libros sobre enfermedades infecciosas“. Desgraciadamente, los hechos que siguieron destrozaron sus predicciones optimistas. Después de 5 ó 6 años de la introducción de la penicilina para uso terapéutico, los médicos comenzaron a informar sobre casos en los que las infecciones por Staphylococcus aureus (la bacteria que infectó al policía inglés en 1941) ya no podían curarse con penicilina. La incidencia de estafilococos resistentes a la penicilina aumentó rápidamente. Para principios de 1950, la penicilina, la medicina milagrosa, ya no servía en contra de la mayoría de los casos de infección por estafilococos. El mundo microbiano estaba luchando en contra de los antibióticos. Para remontar el mecanismo de resistencia a la penicilasa, los científicos de los laboratorios Beecham rediseñaron la molécula de la penicilina, lo que llevó a la introducción de un nuevo compuesto, la meticilina, en 1957. Sin embargo, en menos de un año empezaron a surgir reportes de Staphylococcus aureus resistentes a la meticilina (MRSA, por sus siglas en inglés). Para mediados de 1970, cepas de MRSA habían invadido Europa, EU, Australia y Assia oriental, trayendo consigo un nuevo mecanismo de resistencia que neutralizaba no sólo la penicilina y la meticilina, sino también los llamados antibióticos β- lactam (el grupo de agentes antimicrobianos más efectivo y abundante de los desarrollados por la industria farmacéutica). Todavía más alarmante fue la aparición de cepas resistentes a múltiples fármacos. Los primeros MRSA identificados en infecciones del torrente sanguíneo en pacientes del Reino Unido en 1960 ya eran resistentes a la penicilina, la estreptomicina, la tetraciclina y (con frecuencia) también a la eritromicina, es decir, presentaban características de resistencia en contra de cada una de las principales clases de antibióticos que se utilizaban antes de la introducción de la meticilina. La situación no era privativa de los estafilococos, sino que incluía a varios de los principales patógenos humanos. Las primeras victorias de la era de los antibióticos se estaban convirtiendo en las frustraciones de una carrera armamentista: a cada arma antimicrobiana parecía seguirle, tarde o temprano, la aparición de un mecanismo de resistencia por parte de las bacterias. Los laboratorios de microbiología de los hospitales hacen pruebas frecuentes sobre la susceptibilidad de los microbios que causan enfermedades a los 12 a 15 antibióticos más poderosos. Una bacteria susceptible a uno o más de esos antibióticos recibe la calificación S, mientras que una resistente recibe la R. Las muestras que se conservan de la era anterior a la penicilina tenían la letra S escrita al lado de todos esos agentes. Con el tiempo, las tablas de microbiología clínica empezaron a llenarse de Rs junto a los que alguna vez fueron agentes terapéuticos útiles (lo que indicaba que habían perdido su poder, que esas cepas bacteriales eran multiresistentes). La acumulación de esas Rs en las tablas clínicas de los laboratorios de los hospitales en todo el mundo constituye un recordatorio ominoso de la reducción del arsenal antibiótico. El cambio en el „equilibrio de poder“ entre los antibióticos y las armas producidas por las bacterias para contrarrestarlos es muy claro en el caso del Staphylococcus aureus (que actualmente es causa frecuente de infecciones nosocomiales). La cepa que causó la muerte del policía británico en 1941 habría tenido una S escrita no sólo junto a la penicilina sino a cada uno de los antibióticos que actualmente tenemos a nuestra disposición. Si se analizan los perfiles clínicos de susceptibilidad de las cepas de estafilococos más frecuentes en pacientes hospitalizados en el año 2000 en EUA, Europa y América Latina, se encuentra la letra R escrita junto a la mayoría de los antibióticos disponibles (con frecuencia las terapias se ven reducidas a un único agente antibacterial que sobrevive, llamado vancomicina). La terapia aplicada a ese policía inglés falló en 1945 porque el suministro de penicilina se agotó. ?Es acaso posible que en poco tiempo los pacientes mueran no porque el frasco está vacío sino porque el arsenal antibiótico ha perdido su potencia contra las cepas multiresistentes tan extendidas? ?Es posible que estemos perdiendo la carrera armamentista antibacterial? Este asunto no sale del reino de la ciencia ficción. Es un asunto real. ?Cómo se hacen resistentes las bacterias a los antibióticos? ? Cuáles son las reservas biológicas de las que adquieren sus mecanismos de resistencia? ?Acaso hay lecciones que debamos aprender de la primera era antibiótica a fin de evitar la pérdida de fármacos milagrosos que han salvado tantas vidas? Estas preguntas deben contestarse para que la humanidad pueda seguir combatiendo el flagelo de las enfermedades.
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