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Verdades duras acerca de la política industrial verde

CAMBRIDGE/DURHAM/LANCASTER – Desde el Plan Industrial del Pacto Verde de la Unión Europea y la Ley de Reducción de la Inflación (IRA) de los Estados Unidos, hasta la Estrategia de Crecimiento Verde de Japón y el Nuevo Trato Coreano, las políticas industriales orientadas a acelerar la transición energética se están multiplicando en las economías ricas avanzadas en lo tecnológico. Varias economías en desarrollo también están planificando y desplegando proyectos impulsados por el estado para fomentar la industrialización verde, a medida que se intensifica la competencia por los vehículos eléctricos (VE), los llamados minerales de transición y la energía limpia.

Por ejemplo, varios países africanos, entre ellos Sudáfrica, Kenia, Mauritania, Egipto, Yibuti, Túnez, Marruecos y Namibia, han puesto en marcha iniciativas estatales de apoyo al desarrollo del hidrógeno verde.  Otros, como Indonesia, Bolivia y Chile, están implementando estrategias nacionales de fomento de la industrialización sustentadas en la extracción y el procesamiento de níquel, cobalto, litio y otros minerales y metales de transición.

Estas políticas hacen uso de una amplia gama de instrumentos -como subsidios, normativas, incentivos y diversas disposiciones de empresas estatales- y difieren mucho en cuanto a los recursos públicos y privados a su disposición. Pero todas buscan enfrentar tres crisis en simultáneo: el estancamiento económico, el empleo polarizado y precarizado, y la intensificación del cambio climático.

El renacimiento de la política económica industrial se basa en la lógica de que abordar las tres crisis creará un círculo virtuoso: la inversión destinada a manufactura y energías verdes estimulará la actividad económica, creará puestos de trabajo bien remunerados y dará pie a una economía con bajo uso de carbono. Un ejemplo de este enfoque es la “estrategia industrial estadounidense moderna” de la administración Biden, con su Ley Bipartidista de Infraestructura, la Ley de Ciencias y CHIPS, y la IRA. La que se ha dado en llamar “las tres leyes reactivadoras de Biden” están diseñadas para elevar la competitividad estadounidense en sectores de la industria clave frente a China, proveer mejores oportunidades económicas a los trabajadores estadounidenses y acelerar la descarbonización.

Sin embargo, la narrativa en que “todos ganan” de estas nuevas estrategias industriales tiende a difuminar el riesgo de que solucionar un problema puede exacerbar otro. De hecho, ya son visibles las tensiones entre sus respectivos objetivos. Por ejemplo, puede que la descarbonización de la economía no dé origen a tantos trabajos decentes como se esperaba. En los EE. UU., tanto las empresas de automóviles como el sindicato mayoritario United Auto Workers han advertido que el paso a la fabricación de vehículos eléctricos (VE), que requieren menos piezas, podría llevar a la pérdida de empleos. Algunos de estos trabajos se redistribuirán a la producción de baterías, pero esto puede no ser un gran consuelo para los trabajadores del sector en EE. UU. y Europa, dado el dominio de China en la cadena global de insumos en este ámbito.

Al mismo tiempo, el desarrollo de industrias verdes puede implicar otros perjuicios ambientales. A pesar de apuntar a generar empleo y valor a través de la producción de minerales de transición, las estrategias de industrialización de varios países del Sur Global tienden a blindar las prácticas extractivas. Por ejemplo, Argentina, Bolivia y Chile -el “triángulo del litio” sudamericano- buscan capturar para el estado distintas etapas de la cadena de suministro del litio desde la extracción del mineral al procesamiento de las baterías. Pero el crecimiento de este sector amenaza con agotar reservas de agua, degradar los suelos y perturbar hábitats, a menudo en zonas habitadas por pueblos originarios andinos. De modo similar, la producción de semiconductores, que está al centro de las tecnologías limpias, tiene un alto consumo de energía, agua y suelo y emite hacia la atmósfera perfluorocarbonos y otros potentes gases de efecto invernadero.

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Por último, el estancamiento económico puede tener efectos devastadores sobre la vida política nacional, impulsando a los gobiernos a apuntar a mayores índices de crecimiento sin tener en cuenta sus costes ambientales. Por ejemplo, el Primer Ministro británico Rishi Sunak anunció hace poco una serie de medidas que significarían un cambio drástico con respecto a las promesas de emisiones cero de su gobierno. Deshacerse de engorrosos compromisos climáticos puede parecer una estrategia políticamente atractiva para dar impulso a las perspectivas de crecimiento inmediato. Pero -y aquí radica la contradicción- el crecimiento económico de más largo plazo dependerá al menos en parte de que los gobiernos se aseguren de que sus economías sean competitivas en los sectores industriales verdes del futuro.

Como muestran estos ejemplos, la política industrial no es una solución milagrosa para las crisis que coinciden y se yuxtaponen en nuestros tiempos. Los objetivos de las medidas de sostenibilidad ambiental, dinamismo industrial y pleno empleo son difíciles de conciliar y hacen necesario adoptar difíciles opciones políticas acerca de asignación de los recursos, prioridades estratégicas y, crucialmente, la distribución de los costes económicos y sociales. Más aún, las concesiones y equilibrios se tornarán más complejos y desafiantes a medida que aumente el calentamiento global y el crecimiento siga teniendo dificultades. Lo que nosotros llamamos la “trinidad perversa” de la gobernanza contemporánea -la catástrofe climática, el estancamiento económico y el superávit demográfico- no va a desaparecer. De hecho, es probable que determine las trayectorias de las políticas públicas hasta muy entrado el futuro.

Con esto no queremos decir que los encargados de diseñar e implementar políticas deban renunciar a crear estrategias ambiciosas para hacer frente a estas crisis. Por el contrario, es absolutamente necesario idear medidas rápidas y eficaces. Sin embargo, presentar estos planes en estrategias en que todos ganan y omitir las difíciles concesiones necesarias eleva de manera importante el riesgo de que los gobiernos pierdan apoyo popular. El carácter complejo y en conflicto de los objetivos de estas políticas implica que hasta las estrategias mejor diseñadas no serán suficientes, al menos en algunos aspectos. Esto es inevitable y un componente importante de aprender con la práctica.

Para evitar ser vistas como incumplidoras de promesas, las autoridades deben abrazar, en lugar de desestimar, las tensiones y concesiones que se encuentran al centro de las políticas industriales verdes y someterlas a debate público. Esto es esencial para contar con un amplio apoyo público para proyectos de descarbonización impulsados por el estado. Este enfoque ayudaría a generar estructuras de gobernanza sólidas y transparentes, arraigadas en los principios de deliberación democrática y supervisión y control públicos. Tal como están las cosas hoy, muchas estrategias industriales son el resultado de procesos de toma de decisiones verticalistas y tecnocráticos, a pesar de todo el palabrerío de “no dejar atrás a ninguna comunidad” y una “transición verde justa”.

Someter la economía a una toma de decisiones democrática así, claramente representa un desafío radical al sistema actual de propiedad y coordinación del mercado por parte del sector privado. Pero resulta esencial para asegurar y mantener una legitimidad popular para las políticas industriales verdes, así como para facilitar la toma de decisiones colectiva y eficiente y reducir los niveles de mala administración. De lo contrario, nos arriesgamos a una reacción pública en contra que impida la acción colectiva necesaria para salvaguardar nuestro futuro en este planeta.

Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

https://prosyn.org/F4M9rhmes