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La falsa promesa de la paz democrática

LONDRES – Con persuasión, exhortaciones, procesos legales, presión económica y, a veces, fuerza militar, la política exterior estadounidense afirma la visión de Estados Unidos sobre la forma en que se debe dirigir al mundo. Solo dos países en la historia reciente tuvieron esa ambición de transformar al mundo: Gran Bretaña y EE. UU. En los últimos 150 años fueron los únicos dos países cuyo poder —duro y suave, formal e informal— se extendió por todo el mundo y les permitió plausiblemente aspirar al manto de Roma.

Cuando EE. UU. heredó el puesto de Gran Bretaña en el mundo después de 1945, heredó además el sentido británico de responsabilidad por el futuro del orden internacional. Abrazando ese papel, EE. UU. fue un evangelista de la democracia y uno de los objetivos centrales de su política exterior fue promover su difusión (a veces con cambios de régimen, cuando se consideró necesario).

De hecho, esta estrategia se remonta a la época del presidente estadounidense Woodrow Wilson. Como escribe el historiador Nicholas Mulder en The Economic Weapon: The Rise of Sanctions as a Tool of Modern War [El arma económica: el auge de las sanciones como herramienta en la guerra moderna], «Wilson fue el primer estadista en usar armas económicas como instrumento de democratización. Agregó con ello una lógica política interna a las sanciones económicas —la difusión de la democracia— a la meta de política exterior que [...] buscaban los partidarios europeos de las sanciones: la paz entre estados». Esto implica que, cuando surge la oportunidad, se deben usar medidas militares y no militares para derrocar a los regímenes «malignos».

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