NUEVA YORK – En el centro de muchos desafíos políticos, existe una competencia entre “realistas” y “radicales”. Esto es cierto, por ejemplo, en la actual carrera primaria demócrata en Estados Unidos, y ha definido durante mucho tiempo el debate sobre el cambio climático. ¿Nos salvarán del desastre las políticas incrementales, tales como la asignación de un precio modesto al carbono, o el cambio climático exige un enfoque más revolucionario?
Los intentos por responder a esta pregunta suelen depender más de los sentimientos y los instintos políticos que de un análisis riguroso. El debate también suele presentar una división generacional entre los jóvenes idealistas y los de mayor edad que son moderados y con experiencia. Recientemente, el secretario del Tesoro de Estados Unidos, Steven Mnuchin, desestimó las críticas de la sueca Greta Thunberg, una activista climática de 17 años de edad, al sugerirle que tomara una clase de economía.
En su calidad de la ciencia que navega entre intercambios compensatorios, la economía puede ayudar a tomar decisiones en circunstancias definidas por limitaciones vinculantes e incertidumbre generalizada. Al menos en teoría, los economistas tienen las herramientas para determinar los costos y beneficios de la reducción de las emisiones de carbono. Sin embargo, realizar ese cálculo correctamente ha sido la obsesión de esta profesión durante décadas.
En el año 2018, William D. Nordhaus de la Universidad de Yale fue galardonado con el Premio Nobel de Ciencias Económicas por sus esfuerzos pioneros con respecto a determinar precio óptimo para las emisiones de carbono. La lógica de su enfoque, y del modelo estándar de fijación de precios del carbono en general, parece impecable: cuantificar los daños previstos por el cambio climático y luego compararlos con los costos de reducir las emisiones actuales. Pero, esto es más fácil de decir que de hacer. La inercia del sistema climático implica que la mayoría de los daños se acumularán en un futuro lejano – es decir, décadas o incluso siglos más adelante – mientras que la mayoría de los costos de reducción de las emisiones se incurrirán en la actualidad.
Además, existe una asimetría inherente en la forma cómo se contabilizan los costos y beneficios. Con grandes incertidumbres en ambos lados, el problema requiere extrapolaciones heroicas y conjeturas directas. Sin embargo, en el cálculo de los beneficios, tradicionalmente sólo los “conocimientos conocidos” han llegado a ser tomados en cuenta dentro de la cifra principal, mientras que el sesgo va en sentido contrario en el caso de los costos: se ignoran en gran medida los rápidos progresos realizados por las tecnologías de energía limpia, a pesar de sus probables efectos de reducción de costos.
Estos sesgos no han impedido que los economistas ofrezcan análisis de costo-beneficio que exuden excesiva confianza. Es famosa la forma en la que Nordhaus lo ha hecho mediante un modelo que requiere menos de 20 ecuaciones principales. Él llega a la conclusión de que a cada tonelada de dióxido de carbono emitida hoy debería asignársele un precio de alrededor de $40. Por el contrario, en un informe de divulgación masiva que fue publicado el año 2006, Nicholas Stern de la London School of Economics calculó que el precio debería situarse en más de $100 por tonelada en dólares de hoy.
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La considerable brecha entre las dos estimaciones refleja dos enfoques diferentes con respecto al descuento: es decir, cuánto valora (o debería valorar) la sociedad su futuro. Nordhaus comienza con una tasa de descuento anual de alrededor del 4,25%, que luego reduce ligeramente con el pasar del tiempo, mientras que el Stern Reviewestablece la tasa de descuento en el 1,4%, poniendo de esta manera un mayor énfasis en los daños futuros en relación con los costos de mitigación actuales.
Estos análisis fueron emprendimientos masivos, dada la escala global, el horizonte temporal distante y el nivel de incertidumbre involucrado. Sin embargo, ninguno de los enfoques tiene en cuenta la posibilidad de puntos de inflexión irreversibles a escala planetaria, como el derretimiento permanente de la capa de hielo de Groenlandia o el blanqueamiento de los arrecifes de coral. Tal como el difunto Martin L. Weitzman de la Universidad de Harvard argumentaba en aquel momento, el Stern Review estaba “en lo correcto por las razones equivocadas".
El trabajo de Weitzman enfatizó los riesgos de la cola climática que podrían eclipsar cualquier análisis estándar de costo-beneficio. Si bien hizo todos esfuerzos posibles para demostrar que, por definición, los resultados extremos y verdaderamente catastróficos eran poco probables, él creía que las consecuencias potencialmente masivas de tales eventos deberían impulsar nuestra toma de decisiones. Por lo tanto, a lo largo de su carrera, Weitzman se negó firmemente a estimar un precio óptimo de carbono. En Climate Shock, el libro publicado el año 2015 del que él y yo escribimos en coautoría, llegamos únicamente hasta decir que, debido a las incertidumbres involucradas, el precio del carbono de alrededor de $40 que emergía de un análisis estándar de costo-beneficio en ese momento debería utilizarse como un límite inferior absoluto.
Por lo tanto, ¿cómo debería uno abordar alternativamente el problema? Los modelos económicos tradicionales ignoran en gran medida cómo el riesgo climático interactúa con el estado de la economía. Pero, ¿qué pasaría si las inversiones en reducción de emisiones siguieran la misma lógica utilizada por los administradores de activos profesionales? Hay una buena razón por la cual los inversores invierten dinero en bonos a pesar de que sus rendimientos promedio caen muy por debajo de aquellos de las acciones: los bonos son menos riesgosos. Por lo tanto, incluso cuando a la economía le está yendo mal, algunas inversiones aún darán sus frutos.
En Climate Shocks, uno de nuestros personajes principales es Robert Litterman, un ex alto director de riesgos de Goldman Sachs que se sorprendió al descubrir cómo los análisis estándar de costo-beneficio del cambio climático trataban el riesgo y la incertidumbre. Junto con Kent Daniel de la Columbia Business School, Litterman y yo nos propusimos construir un modelo económico climático simple que tomara en serio los conocimientos básicos de la industria financiera.
A diferencia de Stern Review, que simplemente seleccionó una tasa de descuento de manera autoritaria, es decir ex cathedra, en nuestro enfoque nosotros hicimos que la tasa de descuento fuera un resultado en lugar de un dato de entrada. Al tratar el carbono atmosférico como un “activo” (a pesar de que produce beneficios negativos), calibramos el precio del carbono, siguiendo los métodos utilizados por la industria financiera para fijar el precio de los activos. Al final, sin importar con que ahínco lo intentamos, no pudimos conseguir que el precio del carbono fuera inferior a $100 por tonelada.
Paralelamente, otros análisis han arribado a precios del carbono que van desde $200 a $400 o más por tonelada. Pero incluso si se estipula que el precio debería ser de $100 por tonelada, eso se traduciría en alrededor de $0,90 por galón (3.8 litros) de gasolina – un cobro en la gasolinera que se sentiría más como una revolución que como una modesta medida de política ambientalista.
Aun así, la probable reacción pública no hace que el número sea “incorrecto”, ni siquiera particularmente radical. La economía puede ser una ciencia que trata con intercambios compensatorios, pero la física planetaria proporciona una difícil limitación presupuestaria que incluso, o mejor dicho especialmente, los economistas no pueden evadir. En este contexto, la verdadera persona radical hace caso omiso a la física y continúa escondiéndose detrás de análisis de costo-beneficio totalmente inadecuados que descartan los riesgos obvios de un planeta que se calienta rápidamente.
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This year’s many elections, not least the heated US presidential race, have drawn attention away from the United Nations Climate Change Conference (COP29) in Baku. But global leaders must continue to focus on combating the climate crisis and accelerating the green transition both in developed and developing economies.
foresees multilateral development banks continuing to play a critical role in financing the green transition.
NUEVA YORK – En el centro de muchos desafíos políticos, existe una competencia entre “realistas” y “radicales”. Esto es cierto, por ejemplo, en la actual carrera primaria demócrata en Estados Unidos, y ha definido durante mucho tiempo el debate sobre el cambio climático. ¿Nos salvarán del desastre las políticas incrementales, tales como la asignación de un precio modesto al carbono, o el cambio climático exige un enfoque más revolucionario?
Los intentos por responder a esta pregunta suelen depender más de los sentimientos y los instintos políticos que de un análisis riguroso. El debate también suele presentar una división generacional entre los jóvenes idealistas y los de mayor edad que son moderados y con experiencia. Recientemente, el secretario del Tesoro de Estados Unidos, Steven Mnuchin, desestimó las críticas de la sueca Greta Thunberg, una activista climática de 17 años de edad, al sugerirle que tomara una clase de economía.
En su calidad de la ciencia que navega entre intercambios compensatorios, la economía puede ayudar a tomar decisiones en circunstancias definidas por limitaciones vinculantes e incertidumbre generalizada. Al menos en teoría, los economistas tienen las herramientas para determinar los costos y beneficios de la reducción de las emisiones de carbono. Sin embargo, realizar ese cálculo correctamente ha sido la obsesión de esta profesión durante décadas.
En el año 2018, William D. Nordhaus de la Universidad de Yale fue galardonado con el Premio Nobel de Ciencias Económicas por sus esfuerzos pioneros con respecto a determinar precio óptimo para las emisiones de carbono. La lógica de su enfoque, y del modelo estándar de fijación de precios del carbono en general, parece impecable: cuantificar los daños previstos por el cambio climático y luego compararlos con los costos de reducir las emisiones actuales. Pero, esto es más fácil de decir que de hacer. La inercia del sistema climático implica que la mayoría de los daños se acumularán en un futuro lejano – es decir, décadas o incluso siglos más adelante – mientras que la mayoría de los costos de reducción de las emisiones se incurrirán en la actualidad.
Además, existe una asimetría inherente en la forma cómo se contabilizan los costos y beneficios. Con grandes incertidumbres en ambos lados, el problema requiere extrapolaciones heroicas y conjeturas directas. Sin embargo, en el cálculo de los beneficios, tradicionalmente sólo los “conocimientos conocidos” han llegado a ser tomados en cuenta dentro de la cifra principal, mientras que el sesgo va en sentido contrario en el caso de los costos: se ignoran en gran medida los rápidos progresos realizados por las tecnologías de energía limpia, a pesar de sus probables efectos de reducción de costos.
Estos sesgos no han impedido que los economistas ofrezcan análisis de costo-beneficio que exuden excesiva confianza. Es famosa la forma en la que Nordhaus lo ha hecho mediante un modelo que requiere menos de 20 ecuaciones principales. Él llega a la conclusión de que a cada tonelada de dióxido de carbono emitida hoy debería asignársele un precio de alrededor de $40. Por el contrario, en un informe de divulgación masiva que fue publicado el año 2006, Nicholas Stern de la London School of Economics calculó que el precio debería situarse en más de $100 por tonelada en dólares de hoy.
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Estos análisis fueron emprendimientos masivos, dada la escala global, el horizonte temporal distante y el nivel de incertidumbre involucrado. Sin embargo, ninguno de los enfoques tiene en cuenta la posibilidad de puntos de inflexión irreversibles a escala planetaria, como el derretimiento permanente de la capa de hielo de Groenlandia o el blanqueamiento de los arrecifes de coral. Tal como el difunto Martin L. Weitzman de la Universidad de Harvard argumentaba en aquel momento, el Stern Review estaba “en lo correcto por las razones equivocadas".
El trabajo de Weitzman enfatizó los riesgos de la cola climática que podrían eclipsar cualquier análisis estándar de costo-beneficio. Si bien hizo todos esfuerzos posibles para demostrar que, por definición, los resultados extremos y verdaderamente catastróficos eran poco probables, él creía que las consecuencias potencialmente masivas de tales eventos deberían impulsar nuestra toma de decisiones. Por lo tanto, a lo largo de su carrera, Weitzman se negó firmemente a estimar un precio óptimo de carbono. En Climate Shock, el libro publicado el año 2015 del que él y yo escribimos en coautoría, llegamos únicamente hasta decir que, debido a las incertidumbres involucradas, el precio del carbono de alrededor de $40 que emergía de un análisis estándar de costo-beneficio en ese momento debería utilizarse como un límite inferior absoluto.
Por lo tanto, ¿cómo debería uno abordar alternativamente el problema? Los modelos económicos tradicionales ignoran en gran medida cómo el riesgo climático interactúa con el estado de la economía. Pero, ¿qué pasaría si las inversiones en reducción de emisiones siguieran la misma lógica utilizada por los administradores de activos profesionales? Hay una buena razón por la cual los inversores invierten dinero en bonos a pesar de que sus rendimientos promedio caen muy por debajo de aquellos de las acciones: los bonos son menos riesgosos. Por lo tanto, incluso cuando a la economía le está yendo mal, algunas inversiones aún darán sus frutos.
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A diferencia de Stern Review, que simplemente seleccionó una tasa de descuento de manera autoritaria, es decir ex cathedra, en nuestro enfoque nosotros hicimos que la tasa de descuento fuera un resultado en lugar de un dato de entrada. Al tratar el carbono atmosférico como un “activo” (a pesar de que produce beneficios negativos), calibramos el precio del carbono, siguiendo los métodos utilizados por la industria financiera para fijar el precio de los activos. Al final, sin importar con que ahínco lo intentamos, no pudimos conseguir que el precio del carbono fuera inferior a $100 por tonelada.
Paralelamente, otros análisis han arribado a precios del carbono que van desde $200 a $400 o más por tonelada. Pero incluso si se estipula que el precio debería ser de $100 por tonelada, eso se traduciría en alrededor de $0,90 por galón (3.8 litros) de gasolina – un cobro en la gasolinera que se sentiría más como una revolución que como una modesta medida de política ambientalista.
Aun así, la probable reacción pública no hace que el número sea “incorrecto”, ni siquiera particularmente radical. La economía puede ser una ciencia que trata con intercambios compensatorios, pero la física planetaria proporciona una difícil limitación presupuestaria que incluso, o mejor dicho especialmente, los economistas no pueden evadir. En este contexto, la verdadera persona radical hace caso omiso a la física y continúa escondiéndose detrás de análisis de costo-beneficio totalmente inadecuados que descartan los riesgos obvios de un planeta que se calienta rápidamente.
Traducción del inglés Rocío L. Barrientos