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La economía política de la tecnología

CAMBRIDGE – El nuevo libro de Daron Acemoglu y Simon Johnson, Power and Progress [Poder y progreso], combina una variedad de grandes narrativas surgidas de otros autores, que se ocupan de una pregunta fundamental para el estado actual de la economía mundial: ¿cómo es que Estados Unidos (y con cierto grado de paralelismo el Reino Unido) se metieron en el lío en el que están? La nómina de los otros aportes importantes incluye: de Jonathan Ira Levy, Ages of American Capitalism; de J. Bradford DeLong, Slouching Towards Utopia; de Gary Gerstle, The Rise and Fall of the Neoliberal Order; de Helen Thompson, Disorder: Hard Times in the 21st Century; y de Martin Wolf, The Crisis of Democratic Capitalism.

Todos estos trabajos se ocupan de una tensión fundamental entre los dos sistemas que tiene el mundo industrializado occidental para la distribución y el ejercicio del poder: la democracia política y la economía de mercado. Cada uno, a su manera, documenta el modo en que la dinámica del capitalismo concentró el poder económico y financiero, que a continuación se usa para influir en el proceso político e incluso dominarlo.

Lo que distingue a Power and Progress es el hábitat profesional de los dos autores. Ambos son economistas del MIT (Acemoglu trabaja en el Departamento de Economía, y Johnson en la Escuela Sloan de Administración). Acemoglu es uno de los principales economistas de su generación. La amplitud, la diversidad y la calidad de sus aportes a la teoría y el análisis empírico en economía son extraordinarias, y ha hecho un importante trabajo sobre el impacto diferencial de la tecnología, en tanto elimina puestos de trabajo viejos y crea otros nuevos. Johnson fue economista principal del Fondo Monetario Internacional, y es famoso por su análisis del modo en que la financierización de la economía estadounidense sentó las bases para la crisis financiera global de 2008.

Los dos también se destacan por su evidente interés en publicar libros destinados a un público no académico. Sus trabajos previos en relación con la economía política del desarrollo (Acemoglu) y la economía política de la política fiscal y de la deuda nacional (Johnson) son pasos en el camino hacia Power and Progress y ejemplos representativos de la evolución de la economía desde 2008.

Ahora, desde un reducto de la economía neoclásica, se han puesto la tarea de demostrar que los resultados económicos que experimentamos nunca han sido enteramente la consecuencia de una asignación eficiente de recursos a usos óptimos por parte de los mercados. Por el contrario, los autores sostienen que la distribución de costos y beneficios del progreso tecnológico es una cuestión de elección social, aunque no siempre lo parezca. Por eso el título de su libro tiene un segundo significado: poder ocuparse de este tema es una señal alentadora del progreso de la economía.

La falsa neutralidad

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La «primera ley de la tecnología» del difunto historiador Melvin Kranzberg señala que «la tecnología no es ni buena ni mala; y tampoco es neutral»; bien podría ser epígrafe de Power and Progress. Es una buena expresión resumida del interés que muestran los autores en «el equilibrio entre las tecnologías de automatización y la creación de nuevas tareas, y los fundamentos institucionales de la distribución de la renta». Este marco estructura la exploración que hacen de la historia económica y política desde la Edad Media hasta el presente.

Las sucesivas tecnologías que han impulsado el crecimiento económico tienen dos efectos: desplazar mano de obra en tareas existentes y reubicarla en tareas nuevas. En esto los autores se basan en numerosos trabajos de investigación (en muchos de los cuales Acemoglu es coautor) que a la vez que teorizan el proceso, hacen una validación empírica de la teoría. En la medida en que las nuevas tecnologías incrementan la productividad, aumentan el excedente disponible para la apropiación. Pero la distribución de ese excedente depende del equilibrio de poder en los mercados y en el proceso político, que siempre puede mitigar o incluso revertir los resultados del mercado.

Acemoglu y Johnson van hasta el siglo XIII para hallar ejemplos de mejoras de productividad derivadas de tecnologías innovadoras (los molinos de viento y agua) que fueron apropiadas en su totalidad por las élites, seculares y religiosas. Los recursos dedicados a construir las catedrales de Europa salieron del esfuerzo de los campesinos. Aunque los autores dan un paso en falso cuando afirman que «al campesinado se lo persuadió para que aceptara» (el énfasis es mío), enseguida corrigen esa idea al recalcar el papel que tuvo la coerción. No hay que olvidar que a los líderes de la revuelta del campesinado inglés de 1381 se los ejecutó en forma sumaria.

A continuación, Acemoglu y Johnson pasan a la Revolución Industrial, y se concentran en sus consecuencias distributivas para ejemplificar el hecho de que la tecnología no es neutral. Muestran que el primer efecto de la tecnología fue la pauperización, durante una larga generación, de la clase trabajadora inglesa. Para el tejedor manual, la invención del molino textil fue un perjuicio evidente. Pero tal vez los autores debieron señalar también que la explotación de la mano de obra se reforzó mediante las «leyes sangrientas», que convirtieron la destrucción de máquinas y más de un centenar de otros actos en delitos graves punibles con la pena de muerte o la deportación a Australia.

Luego, la segunda cuarta parte del siglo XIX trajo consigo profundos cambios en el equilibrio del poder político en Gran Bretaña, expresados en un primer momento en la Ley de Reforma de 1832 y, catorce años después, en la derogación de las «Corn Laws», las leyes que habían arancelado la importación de granos para proteger las rentas de los terratenientes. Pero la reforma progresista no fue un obsequio de los ricos a las clases medias, mucho menos a los pobres; fue una victoria conseguida mediante una presión pública agresiva, expresada tanto en asambleas y peticiones pacíficas como en revueltas insurgentes. Y la reforma política trajo consigo una distribución mucho más amplia de las ganancias derivadas de una mayor productividad.

Los autores extienden su examen a toda la primera mitad del siglo XX, y ofrecen pruebas de cómo evolucionó la interrelación entre el equilibrio de fuerzas del mercado laboral y el de la política, conforme se desarrollaban y aplicaban las nuevas tecnologías de producción en masa y la electrificación. A la par de las dos guerras mundiales y de la Gran Depresión, irá apareciendo lo que el economista John Kenneth Galbraith denominó «poder compensatorio», en la forma de sindicatos y de una legislación social que puso límites al capital y empoderó a los trabajadores. El resultado fue una reducción radical, aunque sólo transitoria, de la desigualdad en el mundo desarrollado.

Aquí tenemos que hacer una pausa para reconocer lo mucho que Acemoglu y Johnson se han alejado de una tesis central de la economía neoclásica. La función neoclásica de producción sostiene que en condiciones de competencia, la retribución de los factores de producción (mano de obra y capital) depende de sus respectivos aportes marginales a la producción. Es decir que el salario de un trabajador lo determina el aporte de la última unidad de mano de obra asignada a la producción, y lo mismo respecto de la retribución del capital. ¿Puede haber algo más justo?

Pero en realidad, con esa expresión dicha como al pasar, «en condiciones de competencia», la función neoclásica de producción omite en forma explícita el lugar que le cabe a las relaciones de poder en la determinación de la distribución de la renta. Como Acemoglu y Johnson muestran en exhaustivo detalle, la distribución de los rendimientos en los mercados reales nunca ha sido resultado de las condiciones técnicas de producción por sí solas: la capacidad para proyectar poder compensatorio que contrarreste el poder conferido por la posesión de capital a la dirección empresarial es fundamental. Este es el «camino disputado» por el cual ha evolucionado la economía política moderna.

Visiones que motivan y encierran

Power and Progress le asigna un papel determinante especial a la «visión» de los emprendedores que han liderado oleadas sucesivas de innovación tecnológica, y que forman una «oligarquía visionaria», cuya encarnación actual es

«una camarilla de líderes tecnológicos con formaciones similares, cosmovisiones similares, pasiones similares y, por desgracia, puntos ciegos similares. … La influencia del grupo no procede de tanques y cohetes sino de que tiene acceso a los pasillos del poder y puede influir en la opinión pública. … El poder de convicción de la oligarquía visionaria deriva de sus brillantes triunfos comerciales».

La profunda relevancia de esta inquietud explica lo que podría parecer un desvío de escasa relevancia en el libro. Los autores ofrecen a modo de «cuento moralizante» la historia de Ferdinand de Lesseps, el emprendedor francés que dirigió la construcción del Canal de Suez y luego tuvo un fracaso catastrófico en el intento de construir un canal en Panamá. El éxito de De Lesseps en Suez lo encerró en un plan que era totalmente inadecuado para las condiciones geográficas, geológicas y ambientales totalmente diferentes de Panamá. Al final, De Lesseps quedó encerrado en su propia visión, y su canal de Panamá nunca se completó.

Acemoglu y Johnson podrían haber enriquecido todavía más su relato de la locura de De Lesseps si lo hubieran vinculado en forma más explícita con otros ejemplos similares en sucesivas eras tecnológicas. Un caso sorprendente es el de Henry Ford, el heroico pionero de la producción en masa. La presentación que hace de Ford el libro es la de un jefe que se ve obligado a mejorar el bienestar de sus trabajadores para conservarlos. El rigor inhumano de la línea de montaje había llevado a que en 1913 la tasa de rotación de personal en la planta de Ford en Highland Park llegara al 380%, lo que motivó a la empresa a responder aumentando los sueldos hasta un nivel, entonces inédito, de cinco dólares por día.

Los autores olvidan mencionar que como condición para recibir el salario mejorado, los trabajadores de Ford estaban sujetos a una rigurosa supervisión integral del Departamento Sociológico de la empresa, que les controlaba desde la conducta personal hasta la vida familiar. Generaciones antes de la era digital, el «capitalismo de vigilancia» ya estaba en operación en Detroit.

Un parecido más directo con el fracaso de De Lesseps puede hallarse en el modo en que la visión de Ford actuó primero como una guía y luego como una trampa para él y para su empresa, algo que David Hounshell describe en forma exhaustiva en su clásico de 1985, From the American System to Mass Production, 1800-1932. Ford se obsesionó con la idea de producir el automóvil más barato que fuera posible, y su Modelo T dominó el mercado durante media generación. Pero su accesibilidad se logró mediante un énfasis igualmente extremo en la estandarización («el cliente puede tener el auto del color que quiera, siempre que sea negro») y en la especialización del proceso de producción. Las maquinarias de la línea de producción de Ford estaban diseñadas a medida para fabricar el Modelo T y nada más.

Cuando Alfred P. Sloan, de la General Motors, demostró el éxito competitivo de la diferenciación de productos en el ya muy acrecentado mercado del automóvil, Ford tuvo que abandonar su visión. En 1926, las ventas del Chevrolet de la GM en Estados Unidos superaron a las del Modelo T; el dominio del mercado se impuso al dominio de la tecnología de producción. Cuando Ford decidió seguir el ejemplo de GM e introducir modelos diferentes para distintos estratos económicos y sociales, tuvo que cerrar sus fábricas por medio año para hacer la transición a la fabricación del Modelo A.

Una demostración más reciente de la forma en que una visión técnica triunfante puede atrapar a un líder del mercado procede de IBM en la última década del siglo XX. IBM debía su dominio de la industria mundial de las computadoras al desarrollo y la aplicación del procesamiento de datos centralizado: grandes computadoras «mainframe» que interactuaban con los usuarios a través de terminales «tontas». Conforme el modelo de computación mainframe maduró, trajo consigo todas las «idades» (confiabilidad, escalabilidad, seguridad) que querían los clientes corporativos y gubernamentales.

Con la creación del System/360 (una proeza técnica comparable con la de De Lesseps en Suez), IBM había logrado una transformación corporativa heroica. Y los autores reconocen la actuación de los tecnólogos disidentes que cuestionaron la visión de IBM y presionaron en favor de un modelo de computación descentralizada alternativo (que se haría realidad con la computadora personal, o PC, por la sigla en inglés). Pero omiten un análisis más detallado de la historia de la posterior caída de IBM, que fue resultado de una jugada táctica a corto plazo y de un error estratégico a largo plazo.

Cuando Apple y otras empresas demostraron el atractivo de ofrecer máquinas baratas para un solo usuario, IBM decidió abandonar el muy integrado patrimonio técnico del que era poseedora. Creó una unidad independiente para la PC en Boca Raton (Florida), a casi dos mil kilómetros de sus oficinas centrales en Armonk (Nueva York), y le dio autorización para subcontratar la fabricación de dos componentes críticos: el procesador central (a Intel) y el sistema operativo (a Microsoft). Esto dio lugar a la aparición del duopolio «Wintel», que más tarde debilitó el dominio de IBM, a la par de una inmensa expansión del mercado de computadoras.

Antes de la PC, IBM había formulado un compromiso estratégico que resultó incluso más dañino (en esto hay una semejanza más directa con el fracaso de De Lesseps). En un intento de repetir el triunfo del System/360, en 1971 IBM lanzó un proyecto Future System, con el que buscaba convertir en obsoletos todos los sistemas de computación existentes (incluso los propios). Un principio central era maximizar la integración entre el hardware y el software, para aprovechar el abaratamiento del primero y atar las aplicaciones de los clientes a un único hardware capaz de ejecutarlas.

El proyecto se canceló apenas cuatro años después, como consecuencia de encarnizadas discusiones y rivalidades internas, y de la evolución continua de la tecnología informática. Pero la visión sobrevivió y llegó al mercado a fines de los ochenta en la forma del sistema AS/400. Por un breve lapso, el producto tuvo un éxito inmenso y generó unos catorce mil millones de dólares de ingresos anuales y unos diez mil millones de flujo de caja libre. Pero hay aquí un elemento crítico, que contrasta en forma directa con el triunfo táctico que había supuesto la PC para IBM: la arquitectura totalmente cerrada del nuevo sistema aisló a IBM de la revolución que en ese momento transformaba el resto de la industria: el paso de la integración vertical del hardware a un modelo de computación en red, horizontal y descentralizado, un proceso en el cual el valor migró del hardware al software, al convertirse el primero en un commodity. Llegado el año 2000, el aporte de IBM a la evolución de la computación ya era prácticamente irrelevante.

A Acemoglu y Johnson les preocupa la posibilidad de que la visión de los dueños de las megatecnológicas actuales domine el modo en que se aplicarán las nuevas tecnologías. Con buenas razones, temen que el uso que hacen las grandes tecnológicas del aprendizaje automático para crear un modelo de negocios basado en la publicidad ultrapersonalizada se transforme en aplicaciones todavía más socialmente destructivas de la emergente inteligencia artificial generativa. También recalcan la posibilidad de que la automatización elimine tareas y puestos de trabajo, lo que cambiaría todavía más el equilibrio de poder en detrimento de los trabajadores y aumentaría la desigualdad de ingresos y riqueza. En esto se cierne ominosa la larga y penosa historia de los primeros cincuenta años de la Revolución Industrial. Pero los autores no se detienen allí.

La redirección de la tecnología en el pasado

En su análisis de las consecuencias de la Primera Revolución Industrial para los trabajadores británicos, Acemoglu y Johnson resumen el mensaje positivo de su libro: «El sesgo de la tecnología contra los trabajadores siempre es una elección, no un efecto colateral inevitable del “progreso”. Para revertir este sesgo, hay que hacer otras elecciones».

En su descripción de la era de prosperidad inclusiva que siguió a la Segunda Guerra Mundial, los autores tienen en su debida cuenta el papel constructivo que tuvieron los sindicatos, que a su vez habían sido empoderados por la Ley Nacional de Relaciones Laborales del New Deal (o «Ley Wagner») de 1935. Dos sindicatos, el United Auto Workers de Detroit y el International Longshore and Warehouse Union en la Costa Oeste ayudaron a definir el modo en que se emplearía la automatización y se distribuirían sus beneficios. De modo que el cambio en el equilibrio de poder político provocado por la Gran Depresión había generado también un cambio en el equilibrio de poder en el mercado laboral.

Cuando un nuevo Congreso bajo control republicano intentó derogar buena parte de lo legislado bajo el New Deal, uno de sus pocos éxitos emblemáticos fue la Ley de Relaciones Laborales‑Administrativas de 1947 («Ley Taft‑Hartley»), que incluyó dos cláusulas pensadas para debilitar el poder económico de los sindicatos. Una permitía a los estados aprobar por separado «leyes de derecho a trabajar», que ponían fin al sistema de «closed shop», por el que todos los trabajadores debían estar afiliados al sindicato y pagar la cuota sindical. Aunque la extensión de tales leyes por el sur de los Estados Unidos llevó buena parte de una generación, una vez aprobadas, la producción industrial estadounidense (en particular, la industria automotriz) migró allí desde el Medio Oeste industrial sindicalizado.

La segunda cláusula era más sutil, pero Acemoglu y Johnson la consideran un ejemplo muy instructivo. En Alemania y en los países nórdicos, los acuerdos colectivos se negocian en el nivel de toda una industria y no tienen influencia directa sobre la competencia entre las empresas que la componen. Pero la ley Taft‑Hartley exigía que todas las negociaciones entre sindicatos y gerencias tuvieran lugar en el nivel de la unidad de negocios, con lo que cada una de ellas influiría en la competencia corporativa por la cuota de mercado. De modo que poner trabas a la formación y acción de los sindicatos se convertía en un instrumento de ventaja competitiva, y acaso de supervivencia corporativa.

La importancia macroeconómica de esta política es evidente en la correlación inversa entre la «densidad sindical» (el porcentaje de hogares donde hay al menos un trabajador sindicalizado) y la desigualdad de ingresos. Acemoglu y Johnson son muy conscientes de esta pauta histórica, e identifican el desarrollo de «organizaciones de trabajadores» en general como el primer paso necesario hacia la reconstrucción de un poder compensatorio y la redirección de la tecnología.

Antes de llegar a sus recomendaciones para la acción, los autores proveen una lectura informada y matizada del modo en que la tecnología del aprendizaje automático y los grandes modelos lingüísticos (la IA generativa) van camino de reconfigurar el mundo del trabajo. Exploran in extenso los métodos, las aplicaciones y las limitaciones de la IA, y sobre todo el peligro del «sobreajuste» de los modelos estadísticos que se generan a partir de grandes volúmenes de datos de entrenamiento. Recalcan de qué manera este peligro adquiere una relevancia especial cuando la IA se emplea en contextos sociales, donde las reacciones humanas a los resultados de la IA introducen cambios en los datos respecto de aquellos con los que se entrenó la IA.

En su crítica de la administración digital de trabajadores y tareas, Acemoglu y Johnson se basan en una serie cada vez más numerosa de investigaciones. Y hacen también un aporte creativo propio, al repasar los trabajos de tres pioneros tecnológicos: Norbert Wiener, J. C. R. Licklider y Douglas Engelbart.

Wiener, que acuñó el término «cibernética» para expresar la interacción entre seres humanos y máquinas, se ocupó de la colaboración productiva con las computadoras. Licklider tuvo un papel de liderazgo en la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa (DARPA) a principios de los sesenta, que sentó las bases para la computadora interactiva personal e Internet. Y a Engelbart, inspirado por la visión de Licklider, se lo recuerda por su presentación en 1968 de «la madre de todas las demos», donde describió el futuro de la computación en los siguientes cincuenta años.

Bajo la rúbrica de la «utilidad de las máquinas», los autores invocan a estos tres visionarios para identificar un camino alternativo inexplorado, en el que la prioridad principal sea elaborar formas de usar las computadoras para ampliar las capacidades de los seres humanos en vez de reemplazarlos. La primera posibilidad, y la más inmediata, es extender la larga nómina de aplicaciones informáticas exitosas para aumentar la productividad de los trabajadores en la realización de las tareas ya existentes. En segundo lugar, a la par de la automatización de tareas ya existentes, las tecnologías digitales ya han creado un sinnúmero de tareas nuevas (en el nivel macroeconómico, esto se ve ante todo en la transición general desde la producción industrial a toda clase de empleos en el sector servicios). En tercer lugar, si a la IA se la entrena adecuadamente con datos bien seleccionados, puede ofrecer información pertinente a los tomadores de decisiones humanos, en forma mucho más eficiente que la búsqueda típica en Google (sobre todo en la medida en que esta última se ve cada vez más distorsionada por la publicidad).

Finalmente, las nuevas herramientas digitales están creando nuevas plataformas y mercados (notablemente en los países en desarrollo) donde las instituciones heredadas no impiden la innovación. Los autores mencionan dos de una serie cada vez más numerosa de ejemplos: la creación de un mercado unificado para el pescado mediante el uso del teléfono móvil en el estado meridional indio de Kerala y M‑Pesa, el muy exitoso sistema de dinero digital y transferencia electrónica de Kenia.

Pero como admiten, estos éxitos son marginales en comparación con la enorme inversión de dinero e inteligencia humana en la búsqueda de la «paridad humana» en IA. Lejos de empoderar a los trabajadores, la IA amenaza con convertirse en «la madre de todas las tecnologías inapropiadas», por el énfasis excluyente de las empresas en automatizar tareas en vez de complementar la labor humana. ¿Qué hacer entonces?

La redirección de la tecnología, ahora

Acemoglu y Johnson proponen un conjunto variado y complementario de formas de contener y configurar el impacto de las nuevas tecnologías. Comienzan por la necesidad de organizaciones de trabajadores adaptadas al mercado laboral actual, que es mucho más descentralizado que aquel en el que florecieron los sindicatos industriales de mediados del siglo XX.

Una esperanza es que las mismas tecnologías que habilitan la gestión algorítmica del trabajo en Walmart puedan usarlas los trabajadores para construir una nueva clase de solidaridad. Acemoglu y Johnson señalan campañas de sindicalización exitosas (aunque limitadas) en algunas sedes de Amazon y Starbucks. Y aunque su libro se escribió antes de que el sindicato de los Teamsters negociara un nuevo contrato con UPS, que puede tener importantes efectos derrame sobre los conductores no organizados de FedEx, ofrece amplias pruebas de que acontecimientos que parecen aislados suelen tener importancia sistémica.

Es verdad que los autores reconocen que identificar los efectos distributivos reales del uso de una tecnología es sumamente difícil, y que formular intervenciones que impulsen aplicaciones útiles lo es todavía más. Al fin y al cabo, es muy difícil anticipar qué consecuencias no deseadas pueden tener las intervenciones en este ámbito. Sin embargo, Acemoglu y Johnson señalan que los cambios observables en la participación de la mano de obra en el valor agregado se pueden medir en forma fiable en el nivel de las empresas, de las industrias y de los países, y eso sirve como barómetro del impacto de la tecnología.

En este sentido, recomiendan «una pluralidad» de experimentos en lo referido al modo de uso de las tecnologías, con recompensas para las aplicaciones más prometedoras. Pero rechazan el uso de impuestos preventivos sobre ciertos usos, en vista del clima de incertidumbre en el que deben formularse las políticas. Así pues, el enfoque de los autores está en sintonía con la estrategia del gobierno del presidente de los Estados Unidos Joe Biden para orientar la economía estadounidense hacia las tecnologías verdes: se basa casi por entero en la zanahoria en vez del palo.

Un área en la que las propuestas de Acemoglu y Johnson son especialmente perspicaces y precisas es la de la regulación antitrust. Los autores son partidarios de añadir a las medidas de defensa de la competencia una variedad de iniciativas complementarias, entre ellas la derogación de la Sección 230 (la famosa ley que en Estados Unidos exime a las grandes tecnológicas de cualquier responsabilidad por lo que los usuarios publiquen en sus plataformas) y nuevos impuestos a la publicidad digital.

En un tono igualmente progresista, piden reformas para modificar el peso relativo de los impuestos de nivel federal en los Estados Unidos, que afectan mucho más a los salarios que a los rendimientos del capital. Incluyendo en el cálculo las contribuciones a la seguridad social, los autores observan que cien mil dólares adicionales que use una empresa para contratar mano de obra tributan un 25% que será pagado en forma conjunta por el empleador y el empleado, mientras que la compra de equipos nuevos por el mismo importe tributa menos del 5%.

Para modificar el equilibrio de las intervenciones en el mercado laboral, los autores son partidarios de subsidios para la capacitación de los trabajadores dentro y fuera de la empresa. Pero rechazan firmemente las propuestas de ingreso básico universal («IBU»), que ven como una concesión profundamente errada al sueño de algunos tecnovisionarios de eliminar todo trabajo humano mediante la automatización. Tal vez hubieran podido añadir que además de privar a las personas de un sentido de recompensa por el esfuerzo, un IBU también desviará recursos sociales de la provisión de bienes públicos como rutas y bibliotecas. De hecho, es otra expresión del «individualismo metodológico» en el que se basó la famosa afirmación de la primera ministra británica Margaret Thatcher, cuando dijo que «la sociedad no existe».

Se necesitan nuevos modos de pensar

Finalmente, hay otras dos propuestas separadas que es posible y productivo reunir en una sola. En primer lugar, Acemoglu y Johnson piden que el Estado asuma un papel activo en dar apoyo a tecnologías innovadoras. No se refieren con esto a «elegir ganadores», sino que están pensando en el papel que tuvieron las fuerzas armadas estadounidenses como primer comprador y socio en avances científicos que van de la penicilina a la microelectrónica. Y, por separado, llaman la atención sobre la clase de financiación corporativa que amenaza con distorsionar los incentivos académicos, reconociendo el «papel central [de la academia] en el cultivo y el ejercicio … [del] poder social».

Dos señales positivas recientes indican que los argumentos de los autores deberían tener buena acogida. En primer lugar, importantes leyes que han sido promulgadas por la administración Biden en los últimos dos años (la Ley Bipartidaria de Infraestructura, la Ley de CHIPS y Ciencia y la Ley de Reducción de la Inflación) muestran que Estados Unidos ya está adoptando un papel más activo para el Estado en el desarrollo y la aplicación de tecnologías de frontera.

En segundo lugar, las innovaciones legislativas han ido acompañadas por innovaciones intelectuales, donde la reconstrucción de la economía académica ayuda a redefinir y ampliar las opciones disponibles para la formulación de políticas. Por dar sólo un ejemplo, el Premio Nobel de Economía Michael Kremer ha creado un Laboratorio de Innovación para el Desarrollo, con un «Acelerador de Formación de Mercados», nada menos que en el Instituto Becker Friedman de la Universidad de Chicago, otrora una catedral del fundamentalismo de mercado. Y esta iniciativa se basa en los logros de Kremer en el diseño de «compromisos de mercado anticipados» para atraer recursos hacia el desarrollo de vacunas y su distribución mundial (algo que se vio en particular durante la pandemia de COVID‑19).

Todos los libros mencionados al principio de este ensayo detallan los fracasos del orden neoliberal y su consiguiente caída. Pero dejan a los lectores preguntándose qué vendrá en su reemplazo. En Power and Progress, Acemoglu y Johnson comienzan la tarea de erigir un nuevo marco para la creación de un futuro más inclusivo. Para ello, identifican tres componentes de una acción eficaz: cambiar la narrativa y, con ella, las normas culturales; construir poder compensatorio; y generar soluciones pertinentes desde la formulación de políticas.

Como aclaran los autores, no sería la primera vez que lo hagamos. Desde la transformación de Gran Bretaña a mediados del siglo XIX hasta el movimiento progresista estadounidense a principios del siglo XX y el posterior New Deal de Franklin Roosevelt, la movilización popular ha reconfigurado las estructuras de poder y el contenido de la formulación de políticas. Hoy el desafío parece enorme, visto el grado de polarización partidista y el ataque declarado a las instituciones democráticas desde la derecha. Pero con un poco de búsqueda es posible hallar avances reales.

Acemoglu y Johnson no mencionan las leyes emblemáticas de la administración Biden: la Ley de CHIPS y Ciencia y la Ley de Reducción de la Inflación. Los críticos han dicho que ambas ponen trabas a sus objetivos principales (revitalizar la industria estadounidense de los semiconductores e incentivar la inversión en tecnologías verdes) porque incluyen una variedad de normas de sindicalización, salario vital, provisión de guarderías, etcétera. Pero estas cláusulas, a las que sus detractores critican por contener un poco de todo, son exactamente el modo en que la dirigencia política puede implementar el argumento central de este libro notorio: que el impacto distributivo de la tecnología sea una elección social.

Daron Acemoglu y Simon Johnson,Power and Progress, PublicAffairs, New York; Basic Books, Londres, 2023

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