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Por qué funciona la desinformación sobre la COVID-19

LONDRES – En la reunión de la Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre, el presidente brasileño Jair Bolsonaro usó el tiempo que le habían asignado en el podio para contar sus ideas sobre la COVID-19. Ensalzó las virtudes de los tratamientos rechazados por los científicos y proclamó que la hidroxicloroquina, un medicamento para combatir la malaria, le había hecho bien.

El apoyo de Bolsonaro a esas «curas milagrosas» es bien conocido. Con frecuencia aparece en la prensa brasileña y las redes sociales fomentando el uso de medicamentos para tratamientos alternativos a aquellos para los que fueron aprobados, sin el respaldo de evidencia científica. No es único. Durante su gobierno, el expresidente de EE. UU. Donald Trump promovió el uso de remedios cuya eficacia no estaba comprobada, y el presidente de Madagascar Andry Rajoelina patrocinó una bebida derivada de la artemisia (una hierba) para combatir la COVID-19. Para desesperación de la comunidad científica, estos políticos y otras personas convencieron a un amplio grupo de la población sobre la eficacia y seguridad de esos tratamientos.

La desinformación se propagó de manera desenfrenada durante la pandemia, pero no es un fenómeno nuevo. En su trabajo seminal sobre la percepción de los programas de asistencia social en Estados Unidos, el politólogo James Kuklinski y sus colegas demostraron que segmentos significativos de la población estadounidense mantenían opiniones incorrectas sobre los beneficiarios del apoyo estatal y los beneficios que recibían. También descubrieron que la preponderancia de esa desinformación impedía la aceptación de la información correcta. El problema no es simplemente que gente mal informada maneja información incorrecta, sino que está muy comprometida con esas percepciones equivocadas. Y ese es el motivo por el cual la desinformación es tan poderosa: combina información errónea sobre el mundo con una elevada confianza en su validez.

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