La última reunión de los mentirosos

La cumbre del G-8 la semana próxima probablemente sea el último encuentro de este tipo para los presidentes George W. Bush y Vladimir Putin. Hace siete años, en su primer encuentro en Ljubljana, Eslovenia, Bush miró a Putin a los ojos y de alguna manera descubrió el alma de un caballero cristiano, no la de un policía secreto. La semana próxima, no deberían sorprenderse si ven en el otro un espejo, porque ambos han ejemplificado la arrogancia del poder.

Tanto Bush como Putin llegaron al poder en 2000, un año en el que sus países bregaban por recuperar el respeto internacional, Rusia del caos de los años de Yeltsin y Estados Unidos del fallido juicio político al presidente Clinton. Cada país creía estar alcanzando una mediocridad amigable. Pero ambos hombres, cuando se encontraron en posiciones de autoridad, gobernaron desde sus posiciones preestablecidas: Bush como un evangelista convencido de que Dios estaba de parte de Estados Unidos y Putin como un egresado de la KGB convencido de que todo el poder proviene de la intimidación y las amenazas.

¿Y cuál fue el resultado? Persuadido de que tenía razón, e indiferente a las opiniones contrarias, Bush se sintió con la libertad de socavar el estado de derecho en Estados Unidos con una vigilancia doméstica sin garantías, una erosión del debido proceso y una defensa de la tortura, sumado a un engaño de la población y a una negativa a escuchar el consejo de los expertos o reconocer los hechos sobre el terreno. Desde los recortes impositivos de 2001 hasta la guerra en Irak, la certeza arrogante de Bush lo llevó a creer que podía decir y hacer cualquier cosa para salirse con la suya.

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