Simone Veil James Leynse/Getty Images

Salut à Simone Veil

PARÍS – Tengo siempre presente una imagen de Simone Veil, la política francesa (y más tarde europea) fallecida la semana pasada. Es una foto en blanco y negro, tomada en septiembre de 1979, entre Rosh Hashanah y Yom Kippur (el período que la tradición llama “días temibles”); es en París, delante de la tumba del mártir judío desconocido. Un joven, con la cabeza descubierta, detrás del atril, habla en honor de los muertos del Holocausto. Simone Veil está de pie en primera fila, una mujer atractiva, perdida en sus pensamientos pero a la vez atenta. Se la ve escéptica y seria. Incrédula y vigilante. Después le dirá al joven, en tono de amable reproche: “demasiado lírico”.

Algunos años antes, en 1974, ante el parlamento francés. Pronuncia un discurso que cambiará las vidas de las francesas y marcará la presidencia de Valéry Giscard d’Estaing (como la abolición de la pena de muerte hará con la presidencia de su sucesor, François Mitterrand). Entonces, defendiendo la legalización del aborto, se parece a Romy Schneider en El proceso, de Orson Welles: está decidida, pero se la ve incómoda. Sus palabras, un trueno, coexisten con una melancolía infinita. Aunque no haya llorado tras el discurso, no tengo la menor duda de que vivió ese momento como lo que el teólogo cristiano Duns Escoto llamó “la soledad última”.

A partir de allí, paradójicamente, Veil será honrada, celebrada, adorada en toda Europa; pero vivirá casi clandestinamente en una época que nunca termina de aceptar; un enigma para sus contemporáneos, siempre algo retirada, pero tan transparente a sus propios ojos como es humanamente posible serlo. Sabedora de su vocación, de la dirección de su destino y de la fuerza de su deseo (algo en lo que nunca desfalleció) de cortar con lo que durante una manifestación en París en apoyo de las víctimas del atentado a la sinagoga de la rue Copernic en 1980 describió como la “desintegración judía”.

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