velasco146_ JEAN-PHILIPPE KSIAZEKAFP via Getty Images_haitiearthquake Jean-Philippe Ksiazek/AFP via Getty Images

No subestimemos al Estado-nación

LONDRES – El 12 de enero de 2010, Haití sufrió un terremoto de magnitud 7,0 en la escala de Richter. Según se estima, resultó entre 100.000 y 316.000 muertes. Apenas un mes y medio después, Chile fue sacudido por un terremoto de magnitud 8,8, que apenas dejó 500 fatalidades, 150 de ellas producidas por el tsunami que siguió al terremoto. Mientras que amplios sectores de las ciudades principales de Haití se convirtieron en escombros, incluso el Palacio Nacional en Port-au-Prince –residencia oficial del presidente–, en Chile fueron muy pocos los edificios de varios pisos que se derrumbaron, ocasionando la muerte de sus ocupantes.

¿Por qué tamaña diferencia? A diferencia de Haití, Chile contaba con estrictos reglamentos de construcción (adoptados después de otro gran terremoto en 1960) y de una cultura, gestada a través de generaciones, de inspectores de construcción que no permiten infracciones a las normas y, lo que es más importante, rechazan toda coima. Cuando el Estado funciona, puede salvar cientos de miles de vidas en un solo evento. Y cuando fracasa, como nos lo recuerda Haití otra vez por estos días, las consecuencias son calamitosas.

Ahora bien, todo esto es tan obvio que no debería ser necesario repetirlo, excepto que va en contra de la narrativa de moda. La población se siente ansiosa porque los gobiernos no cumplen, es lo que murmura la sabiduría convencional. Y los gobiernos no cumplen porque se han debilitado a causa de la globalización. Reparar esto llevará mucho tiempo, se les dice a los ciudadanos, y, hasta entonces, tendrán que arreglárselas por su cuenta. Con razón se sienten ansiosos.  

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