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La democracia ucraniana y sus cínicos

MOSCÚ – ampquot;¡Malditas vuestras familias!ampquot; puede ser una respuesta individual apropiada para la frustración con los candidatos políticos que están en oferta en una elección. Pero es un sentimiento peligroso para que alberguen los gobiernos. La elección es la esencia de la gobernancia, y abstenerse de ella -sea cual fuere la razón- es eludir la responsabilidad.

Pero ésa parece ser la postura de todo Occidente frente a la inminente segunda ronda de las elecciones presidenciales de Ucrania. Como la Revolución Naranja en 2004 resultó ser una serie aparentemente interminable de desilusiones, la mayoría de los líderes occidentales actúan como si no hubiera ninguna diferencia si el 7 de febrero gana la primera ministra Yuliya Tymoshenko, o su rival, Viktor Yanukovich.

Se equivocan, no sólo sobre lo que significará la elección para el pueblo de Ucrania, que estoicamente ha soportado tanto, sino también sobre lo que significará para la seguridad y la estabilidad en toda Eurasia. Porque, si algo demostró la Revolución Naranja, es que la política de Ucrania no es la del péndulo, que oscila predeciblemente entre fuerzas opositoras que coinciden sobre las reglas fundamentales de la democracia. De hecho, resulta más que evidente a partir de sus propias palabras que Yanukovich no acepta la legitimidad de la Revolución Naranja, lo cual significa que no acepta el principio sobre el que está cimentada la democracia: que no se puede llegar al poder a base de engaños.

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