MELBOURNE.– Poco antes de que fuese asesinado en noviembre de 1995 por un extremista judío de derecha, me reuní en Tel Aviv con el primer ministro israelí Isaac Rabin. Estaba visitando Israel como ministro de relaciones exteriores de Australia para abogar por una rápida implementación de los acuerdos de paz de Oslo –como paso intermedio de las negociaciones que condujesen finalmente al reconocimiento del estado palestino. Cerré mi discurso afirmando, tal vez con excesivo descaro, «Pero, por supuesto, estoy predicando para los conversos». La respuesta de Rabin está grabada en mi memoria. Hizo una pausa y luego, con una semisonrisa, comentó: «Para los comprometidos, no los conversos».
Aún a pesar de su profundo compromiso emocional con la idea de que Israel abarcase la totalidad de la Judea y la Samaria históricas, Rabin sabía que la única forma de garantizar un estado judío democrático con fronteras factibles y seguras era aceptar un estado palestino a su lado, igualmente seguro y viable. Compartirían Jerusalén como capital y encontrarían una solución mutuamente aceptable para el delicadísimo problema del regreso de los refugiados palestinos.
El asesinato de Rabin fue una catástrofe de la cual el proceso de paz nunca se recuperó. Ningún líder israelí ha mostrado desde entonces semejante visión de largo plazo, compromiso y capacidad para lograr una solución negociada con dos estados.
Ehud Barak y Ehud Ólmert estuvieron cerca, pero no lo suficiente. Y desde entonces, Benjamín Netanyahu no ha estado a la altura de las expectativas sobre su habilidad política. Su capitulación habitual ante las demandas de los elementos más extremistas de un Knéset disfuncional, y el continuo apoyo al extremadamente agresivo y conflictivo ministro de relaciones exteriores, Avigdor Lieberman, no han sido fuente de grandes elogios, ni locales ni extranjeros. No es necesario ser ingenuo o negar los múltiples problemas y pasos en falso palestinos a lo largo de los años para reconocer que la mayoría de los obstáculos recientes a los avances son israelíes.
Ahora, con las negociaciones en punto muerto, la construcción de asentamientos que continúa sin pausa, la ausencia de perspectivas de poner fin a la incesante humillación de la ocupación, y todas las restantes formas de influencia evidentemente agotadas, los palestinos recurren a las Naciones Unidas para lograr de alguna manera que se los reconozca como estado. Desean ser miembros plenos de la ONU, pero –frente al inevitable veto a esa opción por los Estados Unidos en el Consejo de Seguridad– están dispuestos a aceptar un voto mayoritario de la Asamblea General que reconozca a Palestina como «estado observador» no-miembro, la misma categoría otorgada al Vaticano.
El presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, y sus colegas saben perfectamente que el reconocimiento de la ONU en sí mismo no traerá consigo el final de la ocupación y la completa soberanía palestina. Solo un acuerdo negociado de todas las cuestiones críticas pendientes –la definición de fronteras, Jerusalén, las garantías de seguridad para Israel, y los refugiados– puede lograrlo. Pero han insistido en este curso de acción frente a una feroz campaña disuasoria –que incluye amenazas de sanciones israelíes y la cancelación de la ayuda financiera a la Autoridad Palestina por el Congreso estadounidense– debido a su totalmente comprensible falta de confianza en que se logren avances sin nuevas fricciones.
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A pesar de los frenéticos esfuerzos de los EE. UU. y la Unión Europea para lograr un nivel de compromiso que evite una votación de la ONU a través del inicio de negociaciones reales, es mucho más probable que, incluso luego de un veto de los EE. UU. en el Consejo de Seguridad, una próxima votación de la Asamblea General ONU se pronuncie con fuerte mayoría sobre la condición de estado observador. La cuestión de la que deben ocuparse Israel y sus amigos es evaluar los riesgos reales de ese resultado, y calibrar adecuadamente su reacción.
Se ha propuesto que reconocer a Palestina como estado, incluso en forma limitada, le dará la categoría suficiente que probablemente hoy carece para iniciar causas ante la Corte Penal Internacional por supuestas violaciones a la ley internacional. Incluso de ser cierto, es difícil ver por qué Israel y sus amigos debieran aceptar eso como un argumento determinante. La CPI no es una farsa, y es esperable que los alegatos insustanciales sean tratados como corresponde.
El reconocimiento de Palestina como estado no cambiará la situación respecto de Hamás. Por supuesto, su actual hostilidad ideológica a la mera existencia de Israel es un problema serio; pero Israel y el Occidente no deben exacerbar el profundo error de no reconocer la legitimidad de su victoria electoral en Gaza rechazando a todo estado palestino en el que Hamás ocupe un rol gubernamental. La puerta debe quedar abierta al diálogo con Hamás.
El argumento más positivo –como ciertamente hubiera entendido Rabin– es que resulta abrumadoramente favorable al propio interés de Israel desactivar esta cuestión, aceptando en forma definitiva que reconocer a Palestina como estado es un requisito indispensable para su propia paz y seguridad en el largo plazo. De hecho, Israel debiera considerar el voto de la ONU como una oportunidad para recomenzar las negociaciones, no como una excusa para retomar la confrontación. Ese tipo de resultado constructivo resulta más urgente que nunca, luego de las nuevas realidades geopolíticas del Medio Oriente posteriores a la Primavera Árabe.
Más aún, la percepción de un cambio en la dirección de la cuestión Israelí-Palestina sería inmensamente beneficiosa para Occidente en sus relaciones con el mundo islámico. Encuestas recientes con motivo del 10.º aniversario de los ataques de septiembre de 2009 han detectado una alarmante persistencia de la animosidad generada por las intervenciones en Irak y Afganistán.
Es difícil imaginar que el liderazgo israelí cambie su rumbo a esta altura, y probablemente sea demasiado tarde para que la administración Obama escape del vicio político local en el que parece estar atrapada respecto de esta cuestión. Pero estar del lado equivocado de la historia nunca resulta una posición cómoda. Y es exactamente dónde estarán los EE. UU., Israel y sus amigos más cercanos –incluido mi propio país, Australia– si resisten la actual corriente internacional en favor del reconocimiento de Palestina como estado.
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For almost a year, many hoped that Israel's war with Hamas would not spread beyond Gaza. But attacks on northern Israel by Hezbollah in southern Lebanon, and now the decision by both groups' backer, Iran, to fire ballistic missiles at Israel, has made a regional conflict all but inevitable.
explains why the fighting between Israel and Hamas has escalated into a regional conflict involving Iran.
MELBOURNE.– Poco antes de que fuese asesinado en noviembre de 1995 por un extremista judío de derecha, me reuní en Tel Aviv con el primer ministro israelí Isaac Rabin. Estaba visitando Israel como ministro de relaciones exteriores de Australia para abogar por una rápida implementación de los acuerdos de paz de Oslo –como paso intermedio de las negociaciones que condujesen finalmente al reconocimiento del estado palestino. Cerré mi discurso afirmando, tal vez con excesivo descaro, «Pero, por supuesto, estoy predicando para los conversos». La respuesta de Rabin está grabada en mi memoria. Hizo una pausa y luego, con una semisonrisa, comentó: «Para los comprometidos, no los conversos».
Aún a pesar de su profundo compromiso emocional con la idea de que Israel abarcase la totalidad de la Judea y la Samaria históricas, Rabin sabía que la única forma de garantizar un estado judío democrático con fronteras factibles y seguras era aceptar un estado palestino a su lado, igualmente seguro y viable. Compartirían Jerusalén como capital y encontrarían una solución mutuamente aceptable para el delicadísimo problema del regreso de los refugiados palestinos.
El asesinato de Rabin fue una catástrofe de la cual el proceso de paz nunca se recuperó. Ningún líder israelí ha mostrado desde entonces semejante visión de largo plazo, compromiso y capacidad para lograr una solución negociada con dos estados.
Ehud Barak y Ehud Ólmert estuvieron cerca, pero no lo suficiente. Y desde entonces, Benjamín Netanyahu no ha estado a la altura de las expectativas sobre su habilidad política. Su capitulación habitual ante las demandas de los elementos más extremistas de un Knéset disfuncional, y el continuo apoyo al extremadamente agresivo y conflictivo ministro de relaciones exteriores, Avigdor Lieberman, no han sido fuente de grandes elogios, ni locales ni extranjeros. No es necesario ser ingenuo o negar los múltiples problemas y pasos en falso palestinos a lo largo de los años para reconocer que la mayoría de los obstáculos recientes a los avances son israelíes.
Ahora, con las negociaciones en punto muerto, la construcción de asentamientos que continúa sin pausa, la ausencia de perspectivas de poner fin a la incesante humillación de la ocupación, y todas las restantes formas de influencia evidentemente agotadas, los palestinos recurren a las Naciones Unidas para lograr de alguna manera que se los reconozca como estado. Desean ser miembros plenos de la ONU, pero –frente al inevitable veto a esa opción por los Estados Unidos en el Consejo de Seguridad– están dispuestos a aceptar un voto mayoritario de la Asamblea General que reconozca a Palestina como «estado observador» no-miembro, la misma categoría otorgada al Vaticano.
El presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, y sus colegas saben perfectamente que el reconocimiento de la ONU en sí mismo no traerá consigo el final de la ocupación y la completa soberanía palestina. Solo un acuerdo negociado de todas las cuestiones críticas pendientes –la definición de fronteras, Jerusalén, las garantías de seguridad para Israel, y los refugiados– puede lograrlo. Pero han insistido en este curso de acción frente a una feroz campaña disuasoria –que incluye amenazas de sanciones israelíes y la cancelación de la ayuda financiera a la Autoridad Palestina por el Congreso estadounidense– debido a su totalmente comprensible falta de confianza en que se logren avances sin nuevas fricciones.
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A pesar de los frenéticos esfuerzos de los EE. UU. y la Unión Europea para lograr un nivel de compromiso que evite una votación de la ONU a través del inicio de negociaciones reales, es mucho más probable que, incluso luego de un veto de los EE. UU. en el Consejo de Seguridad, una próxima votación de la Asamblea General ONU se pronuncie con fuerte mayoría sobre la condición de estado observador. La cuestión de la que deben ocuparse Israel y sus amigos es evaluar los riesgos reales de ese resultado, y calibrar adecuadamente su reacción.
Se ha propuesto que reconocer a Palestina como estado, incluso en forma limitada, le dará la categoría suficiente que probablemente hoy carece para iniciar causas ante la Corte Penal Internacional por supuestas violaciones a la ley internacional. Incluso de ser cierto, es difícil ver por qué Israel y sus amigos debieran aceptar eso como un argumento determinante. La CPI no es una farsa, y es esperable que los alegatos insustanciales sean tratados como corresponde.
El reconocimiento de Palestina como estado no cambiará la situación respecto de Hamás. Por supuesto, su actual hostilidad ideológica a la mera existencia de Israel es un problema serio; pero Israel y el Occidente no deben exacerbar el profundo error de no reconocer la legitimidad de su victoria electoral en Gaza rechazando a todo estado palestino en el que Hamás ocupe un rol gubernamental. La puerta debe quedar abierta al diálogo con Hamás.
El argumento más positivo –como ciertamente hubiera entendido Rabin– es que resulta abrumadoramente favorable al propio interés de Israel desactivar esta cuestión, aceptando en forma definitiva que reconocer a Palestina como estado es un requisito indispensable para su propia paz y seguridad en el largo plazo. De hecho, Israel debiera considerar el voto de la ONU como una oportunidad para recomenzar las negociaciones, no como una excusa para retomar la confrontación. Ese tipo de resultado constructivo resulta más urgente que nunca, luego de las nuevas realidades geopolíticas del Medio Oriente posteriores a la Primavera Árabe.
Más aún, la percepción de un cambio en la dirección de la cuestión Israelí-Palestina sería inmensamente beneficiosa para Occidente en sus relaciones con el mundo islámico. Encuestas recientes con motivo del 10.º aniversario de los ataques de septiembre de 2009 han detectado una alarmante persistencia de la animosidad generada por las intervenciones en Irak y Afganistán.
Es difícil imaginar que el liderazgo israelí cambie su rumbo a esta altura, y probablemente sea demasiado tarde para que la administración Obama escape del vicio político local en el que parece estar atrapada respecto de esta cuestión. Pero estar del lado equivocado de la historia nunca resulta una posición cómoda. Y es exactamente dónde estarán los EE. UU., Israel y sus amigos más cercanos –incluido mi propio país, Australia– si resisten la actual corriente internacional en favor del reconocimiento de Palestina como estado.