NUEVA YORK – Estos últimos años hubo mucha preocupación por la retirada de la democracia y el ascenso del autoritarismo, y con buenas razones. Del primer ministro húngaro Viktor Orbán a los expresidentes de Brasil, Jair Bolsonaro, y de los Estados Unidos, Donald Trump, tenemos una lista cada vez más larga de autoritarios y aspirantes a autócratas que canalizan una forma curiosa de populismo de derecha: mientras prometen proteger a la ciudadanía ordinaria y preservar viejos valores nacionales, aplican políticas que protegen a los poderosos y echan a la basura viejas normas. Y nos dejan a los demás tratando de explicar en qué radica su atractivo.
Explicaciones hay muchas, pero una que se destaca es el aumento de la desigualdad, un problema derivado del capitalismo neoliberal moderno, al que también se le pueden hallar muchos vínculos con la erosión de la democracia. La desigualdad económica tiene como resultado inevitable la desigualdad política, aunque con diversos grados según el país. En uno como Estados Unidos, donde las donaciones a partidos en las elecciones no están sujetas a casi ningún control, el principio de «una persona, un voto» se ha transformado en «un dólar, un voto».
Esta desigualdad política se retroalimenta, y eso produce medidas de gobierno que afianzan todavía más la desigualdad económica. Políticas tributarias que favorecen a los ricos, un sistema educativo que favorece a los ya privilegiados y una regulación de defensa de la competencia mal diseñada y mal fiscalizada que tiende a dar a las corporaciones vía libre para acumular poder de mercado y explotarlo. Además, como los medios están dominados por empresas privadas, propiedad de plutócratas como Rupert Murdoch, el discurso dominante refuerza en general las mismas tendencias. Hace mucho que a los consumidores de noticias se les dice que cobrar impuestos a los ricos daña el crecimiento económico, que los impuestos a la herencia son gravámenes a la muerte, etcétera.
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NUEVA YORK – Estos últimos años hubo mucha preocupación por la retirada de la democracia y el ascenso del autoritarismo, y con buenas razones. Del primer ministro húngaro Viktor Orbán a los expresidentes de Brasil, Jair Bolsonaro, y de los Estados Unidos, Donald Trump, tenemos una lista cada vez más larga de autoritarios y aspirantes a autócratas que canalizan una forma curiosa de populismo de derecha: mientras prometen proteger a la ciudadanía ordinaria y preservar viejos valores nacionales, aplican políticas que protegen a los poderosos y echan a la basura viejas normas. Y nos dejan a los demás tratando de explicar en qué radica su atractivo.
Explicaciones hay muchas, pero una que se destaca es el aumento de la desigualdad, un problema derivado del capitalismo neoliberal moderno, al que también se le pueden hallar muchos vínculos con la erosión de la democracia. La desigualdad económica tiene como resultado inevitable la desigualdad política, aunque con diversos grados según el país. En uno como Estados Unidos, donde las donaciones a partidos en las elecciones no están sujetas a casi ningún control, el principio de «una persona, un voto» se ha transformado en «un dólar, un voto».
Esta desigualdad política se retroalimenta, y eso produce medidas de gobierno que afianzan todavía más la desigualdad económica. Políticas tributarias que favorecen a los ricos, un sistema educativo que favorece a los ya privilegiados y una regulación de defensa de la competencia mal diseñada y mal fiscalizada que tiende a dar a las corporaciones vía libre para acumular poder de mercado y explotarlo. Además, como los medios están dominados por empresas privadas, propiedad de plutócratas como Rupert Murdoch, el discurso dominante refuerza en general las mismas tendencias. Hace mucho que a los consumidores de noticias se les dice que cobrar impuestos a los ricos daña el crecimiento económico, que los impuestos a la herencia son gravámenes a la muerte, etcétera.
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