Los números y el cáncer

FILADELFIA – Comunicar los riesgos sanitarios a un público amplio es difícil, especialmente si las recomendaciones oficiales chocan contra las percepciones emocionales. Eso explica por qué, cuando en 2009 el Comité de Servicios Preventivos de los Estados Unidos (USPSTF por sus siglas en inglés) presentó sus pautas para la aplicación de pruebas de detección de cáncer de mama y recomendó que a las mujeres asintomáticas en la cuarentena no se les hicieran exámenes de rutina y que a las de más de 50 se les hicieran mamografías cada dos años (en vez de una vez por año), la opinión pública respondió con una mezcla de confusión y enojo.

La clave para entender esta reacción hay que buscarla en la nebulosa zona intermedia entre la matemática y la psicología. El malestar público generado por las conclusiones del comité nace, en gran medida, de una intuición errada: si hacer las pruebas de detección antes y con más frecuencia aumenta la probabilidad de detectar tumores que pueden ser fatales, entonces siempre es mejor hacer más pruebas de detección. Si practicar más pruebas permitirá detectar el cáncer de mama en mujeres asintomáticas en la cuarentena de la vida, ¿no servirá también para detectarlo en mujeres de treinta? Y entonces, por reducción al absurdo, ¿por qué no comenzar con un programa de mamografías mensuales a los 15 años?

La respuesta, por supuesto, es que un programa de detección tan intensivo sería más dañino que beneficioso. Pero encontrar el equilibrio justo es todo un problema. Por desgracia, es difícil comparar los riesgos del cáncer de mama con los efectos de la radiación acumulada tras varias decenas de mamografías a lo largo de los años, la invasividad de las biopsias y el deterioro físico ocasionado por el tratamiento de tumores de crecimiento lento que nunca hubieran resultado fatales.

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