La traición de las élites

Actualmente, las élites se sienten inseguras en todas partes. Algunos, si no es que todos los políticos están bajo sospechas de corrupción. Se acusa a los directores corporativos de buscar ganancias personales a corto plazo en lugar de la prosperidad social. A los jefes sindicales se les tilda de retrógrados, a los intelectuales se les achaca la búsqueda de la fama y no de la verdad y a los periodistas se les ataca por complacientes.

Paradójicamente, esta tendencia a criticar a las élites va de la mano de esfuerzos para ingresar a ellas.

Aparentemente, las democracias necesitan élites, pero las encuentran ofensivas. Francia es un estudio de caso de esta esquizofrenia política. Se percibe al viejo sistema elitista francés como el causante de la atrofia en la economía, en el sistema educativo y en la propia democracia. Dado que una sociedad no se “bloquea” sola, se culpa a un grupo pequeño y aislado que percibe cualquier cambio como una amenaza.

Abundan los ejemplos de esta parálisis: la ausencia de evaluaciones externas serias en las universidades; puntos ciegos en el parlamento en lo que se refiere a la supervisión del gobierno; autoridades locales que se traslapan; insuficiencia de cuerpos supervisores para las grandes compañías. Algunos le llaman a esto “parisinismo”, es decir, el gobierno por una élite intelectual cerrada al mundo exterior. Gran parte de la prensa adula el poder de esta intelligentsia apretujada, lo que, por supuesto, debilita los esfuerzos para cambiarla.

Un libro mediocre (pero exitoso) de reciente publicación, intitulado La Omertá Francesa, refleja el voyeurismo de la sociedad y su enojo impotente. Muchos sienten que se están jugando juegos políticos estériles y vacíos con el fin de asegurar que nada cambie. Ante tal impotencia, el populismo de la extrema derecha tiene ahora su equivalente en las protestas de la extrema izquierda, signos ambos de un sentimiento general de estancamiento.

Esta patología francesa tiene sus raíces en dos pecados contradictorios: el primero es nuestra larga tradición de obediencia; el segundo, un racionalismo a ultranza en el ejercicio del poder. El resultado de esto es una élite que asume su poder como lo más natural del mundo y que, sin embargo, se siente obligada a crear razones ideológicas, que no prácticas, para usarlo.

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La obediencia es lo que hace posible la inaccesibilidad al poder y el culto a lo secreto en las élites. Este secretismo y esta inaccesibilidad distorsionan la democracia francesa, como quedó de manifiesto con la larga lucha para revelar la corrupción del alcalde gaullista de París, Jean Tiberi, así como la del amigo del Presidente Miterrand y ministro de asuntos exteriores, Roland Dumas. Estas distorsiones también son institucionales, como lo demuestra la facilidad con la que los gobiernos obstaculizan la supervisión del parlamento negándole información. El racionalismo a ultranza provoca que las élites prefieran las palabras y no las acciones, los lemas y no los hechos y los anuncios, en vez de los resultados. Las apariencias constituyen la línea Maginot moderna del gobierno.

Las élites francesas funcionaron bien cuando la división ideológica de la Guerra Fría estructuró la vida política y cuando un ingreso nacional creciente, debido a la reconstrucción de la posguerra, generó una sensación de progreso real. Cuando desaparecieron las ideologías y la realidad económica se hizo más sombría, la naturaleza inmutable de las élites dejó en la sociedad un sentimiento amargo de que el sistema era irresponsable, protegido, cerrado e inescrutable. Los privilegios rampantes de las élites profanaron el ideal de igualdad. Todas las encuestas de opinión dan testimonio de lo anterior: entre la lista de quejas, la desigualdad siempre aparece entre las primeras.

Actualmente, el sistema francés es uno en el que la responsabilidad se basa no en las acciones de un individuo, sino en su posición. Nadie está obligado a rendir cuentas. Además, nuestras élites autoelegidas hacen énfasis en la imposibilidad de un gran cambio político. La meta de la política es mantener el statu quo. Se han eliminado las redistribuciones periódicas de posiciones, propiedades e ingreso, vitales para la democracia.

La desigualdad, las causas de tensiones sociales y la naturaleza misma del gobierno se han convertido en temas tabúes. Nuestras élites imponen su visión de la realidad sobre ellos. Estas tendencias anti-intelectuales dentro de la, en teoría hiper-intelectual, clase gobernante, se multiplican ante la ausencia de vínculos entre universidades, gobierno, administración, empresas y medios. En los “think tanks” estadounidenses, británicos e incluso alemanes, personas de dentro y de afuera de esos círculos se reúnen, discuten y crean opciones de política. Aquí las élites son estériles porque no existen cuerpos con la suficiente masa crítica intelectual para impugnarlas.

Estos problemas no se solucionarán con pequeñas reformas. Se necesita una auténtica revolución democrática para impedir que el populismo se convierta en la única salida para un sistema despectivo, despreocupado y obtuso.

La primera revolución debe ser institucional. La irresponsabilidad entre los miembros del gabinete se puede eliminar quitándoles sus bonos. La inmunidad en el despacho presidencial debe abolirse, el ejecutivo debe separarse de las cortes y los conflictos de interés que debilitan al parlamento se tienen que erradicar. Las autoridades locales deben ser verdaderamente independientes y es necesario divorciar el poder de los intereses personales. Los nombramientos se deben hacer con base en las habilidades para ocupar los cargos y no por pertenecer a las élites.

Más allá de esto, hay que desmitificar la imagen del presidente de la república, de manera que se puedan definir con más claridad sus deberes. A su vez, esto permitirá que el parlamento realice sus funciones de supervisión y legislación. Si no se dan esos cambios, Francia seguirá siendo una democracia monárquica llena de intrigas palaciegas.

La segunda revolución ha de ser intelectual. Se debe apoyar la enseñanza para provocar pensamiento crítico. La forma de romper un sistema de adulación y de inaccesibilidad en nuestras universidades es a través de evaluaciones externas internacionales. Apoyar a estudiantes, investigadores y profesores extranjeros será de gran ayuda, como también lo será cultivar vínculos internacionales. La competencia abierta mejora la calidad del pensamiento.

Por último, debe hacerse realidad una revolución social. No hay que permitir que un grupo seleccionado por su desempeño exitoso en la universidad tenga todos los privilegios. Es indefendible la protección sin responsabilidad social. Se deben fijar responsabilidades adecuadas para cada individuo, dependiendo de su rol social: de los directivos empresariales hacia los accionistas, de los burócratas hacia los ciudadanos. También los estímulos se relacionan con esto. Los impuestos deben ajustarse para premiar el mérito y el trabajo, no los contactos políticos y sociales. Para reformarse realmente, Francia necesita empezar a hacer la síntesis entre el socialismo al que retóricamente se acoge y el liberalismo que le ha preocupado desde hace mucho. El espíritu de la justicia y el progreso sólo funciona si lo impulsa la dinámica de los individuos libres.

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