Una teoría sobre la ciudadanía europea

Hay algo trágico en el desarrollo actual de Europa. El avance de la democracia en el continente y la formación de un mercado único a lo largo de una buena parte del territorio europeo han creado estabilidad, seguridad y prosperidad sin precedentes. La nueva divisa, el euro, y la promesa de la Unión Europea de admitir hasta diez nuevos miembros en 2004 son indicadores sólidos de una integración en curso.

Sin embargo, la capacidad de las instituciones europeas para manejar una integración más amplia y profunda se ve socavada cada vez más por la persistencia de un ideal contradictorio y obsoleto desde hace mucho: el Estado-nación como base de legitimidad política y de soberanía. Una mayor integración europea genera tanto miedo y oposición debido, en gran medida, a que la idea de una ciudadanía europea común con frecuencia se entiende, por analogía, como una ciudadanía nacional.

El Estado-nación, en el sentido tradicional, presuponía una ciudadanía que se creó al decaer las identidades colectivas en competencia. Los venecianos se volvieron italianos, los bávaros se conviertieron en alemanes, y así sucesivamente. Los creadores de las naciones en Europa promovieron (ciertamente con distintos grados de éxito) el surgimiento de una cultura dominante, un idioma oficial y una identidad basada en parte en las distinciones frente a los Estados, pueblos y culturas vecinos. Las minorías nacionales en todas partes se enfrentaron a la expulsión o a enormes presiones oficiales para asimilarse.

En este sentido, un Estado-nación era insostenible incluso para los seis miembros originales de la Comunidad Europea (todos ellos países altamente industrializados con tradiciones e instituciones políticas y sociales similares). Hoy no resulta más plausible para los 15 miembros de la UE, y una ampliación más profunda significa que la multitud de identidades colectivas, culturas, idiomas, religiones y formas de ver el mundo será mayor todavía. Sólo se podría crear el ''pueblo'' único que define la ciudadanía en un Estado-nación tradicional hundiendo a Europa en una represión espantosa y en guerras que durarían generaciones, si no es que siglos.

Por supuesto, la integración europea ha estado guiada desde el principio precisamente por la memoria histórica compartida de los terribles sufrimientos que provocó el nacionalismo agresivo. Empero, sin una alternativa al Estado-nacional como base para la ciudadanía, la legitimidad y la efectividad de las instituciones de la UE están sufriendo presiones crecientes.

Recordemos, por ejemplo, el veto de Irlanda a las reformas institucionales que se adoptaron en diciembre del 2000 en la cumbre de la UE que se celebró en Niza (reformas sin las cuales la ampliación no puede proceder). En forma similar, las encuestas de opinión señalan que el apoyo para la membresía en la UE ha caído rápidamente, incluso en muchos de los países candidatos. Líderes políticos como Vaclav Klaus en la República Checa y Víktor Orban en Hungría dan la bienvenida a la economía de mercado, pero sostienen que sus Estados-nación no recuperaron su soberanía de facto de Moscú para simplemente cederla de jure ante Bruselas.

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Sin embargo, el libre tránsito de bienes y servicios, mano de obra, capital e ideas (las ''cuatro libertades'' del mercado único), da como resultado que gran parte de lo que hacen los Estados-nación tradicionales de Europa (es decir, defender esas libertades dentro de un territorio más pequeño) sea irrelevante. Con las fronteras internas de la UE reducidas a demarcaciones netamente administrativas, esa tarea ha recaído en instituciones que esgrimen una autoridad preferente inmensa sobre los Estados miembros. Por ello, es necesario encontrar una alternativa para la definición de ciudadanía que considere a estas instituciones simplemente como una especie de representación formalizada de la voluntad política común de los Estados miembros.

¿Cómo debe de ser una concepción alternativa de la ciudadanía europea? No se puede sencillamente trasladar el modelo estadounidense de identidad política, forjado por un legado de inmigración e integración cultural voluntaria, a Europa, donde están tan arraigadas tradiciones, culturas y actitudes distintivas. Sin embargo, una concepción básica y mínima de ciudadanía es esencial cuando un polaco y una sueca pueden enamorarse mientras estudian en España, empezar sus carreras en Alemania y establecerse para criar una familia en Italia. La ciudadanía común no exige una forma de vida común, valores existenciales comunes o pasados históricos comunes.

De hecho, esta es la única definición democrática y estable de ciudadanía europea, porque es la única que podría recibir la aceptación y lealtad de todos los individuos. Es claro que, en el mundo real, la gente no suele tener la oportunidad de escoger la estructura básica de su sociedad, pero supongamos, en el espíritu del famoso experimento mental que el filósofo John Rawles planteó en su libro Teoría de la Justicia , que se nos da la oportunidad de escoger las reglas -aunque sin saber que formaremos parte de esa sociedad hipotética.

Si asumimos que somos racionales, debemos calcular que podríamos formar parte de una minoría cultural. Obviamente, no vamos a escoger reglas que definan la ciudadanía en términos de una identidad cultural particular. Al contrario, buscaremos garantizar el éxito asegurándonos de que la ciudadanía esté constituída por los derechos de participación individual en proyectos colectivos, con el respaldo de un sistema legal que garantice esos derechos.

La ciudadanía en este sentido considera a la soberanía política y a la legitimidad como elementos de instituciones que promueven la cooperación social voluntaria al encarnar reglas de interacción que, desde la perspectiva de todos, resultan justas y eficientes. Si la represión fuera suficiente para asegurar la obediencia a esas reglas, la legitimidad democrática no tendría importancia. Como la caída del comunismo en Europa del Este demostró, la represión por sí sola no es una buena garantía de estabilidad.

La ciudadanía europea, entendida así, es compatible con una multitud de identidades que incluyen grupos familiares o de amigos, asociaciones y corporaciones profesionales, comunidades regionales y afinidades culturales, políticas y religiosas compartidas. Una concepción de este tipo estabiliza la cooperación social al interior de Europa porque refleja un consenso normativo básico en cuanto al diseño de instituciones, y, de esa forma, orienta el comportamiento individual para preservarlas.

De hecho, una concepción bien desarrollada de la ciudadanía democrática siempre hará énfasis en los derechos individuales. La ciudadanía no está constituída por grupos, sino por individuos que interactúan como ciudadanos con intereses y metas específicas. Esto significa que promueven sus intereses y buscan alcanzar sus metas en el marco de reglas de interacción comúnmente aceptadas, que incluyen, naturalmente, reglas para la solución de conflictos entre identidades colectivas diferentes.

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