El “no” irlandés

Si se permite que el “no” de Irlanda al Tratado de Niza retrase la ampliación de la UE, eso será porque otros miembros de la UE están buscando aprovechar la situación. Si se salen con la suya con ese comportamiento, esto será una señal clara de la falta de voluntad política entre los líderes de Europa para permitir la entrada de miembros nuevos. Ya se escuchan ruidos discordantes en el nuevo gobierno italiano en el sentido de que el “no irlandés” debe producir garantías de que el apoyo de la UE a las regiones más pobres de sus miembros actuales no se verá afectado con el ingreso a la Unión de miembros aún más pobres. Los demás gobiernos de la UE deben reaccionar a esta idea con la misma firmeza que se utilizó contra España cuando intentó postergar la ampliación con exigencias similares. Ahora no es el momento de sembrar dudas entre los países solicitantes respecto a la disposición de los líderes de la UE para poner los intereses de Europa por encima de intereses nacionales mezquinos. Si las dudas comienzan a crecer, la tarea política más importante de nuestra generación –cerrar la división este/oeste en Europa después de medio siglo de Guerra Fría—empezará a desintegrarse. La reacción de los demás miembros de la UE al “no irlandés” debe ser firme y serena. Los irlandeses se han creado un problema a sí mismos. No debe convertirse en un problema para le UE y mucho menos para los países solicitantes. Por este motivo los irlandeses deben recibir el mismo mensaje que se envió a los daneses en 1992 cuando rechazaron el Tratado de Maastricht en un referéndum: no habrá renegociación del tratado. Todos los demás Estados miembros seguirán ratificando el tratado como si nada hubiera sucedido, y dejarán la puerta abierta para que el país que se ha creado su propio problema lo vuelva a pensar. En Dinamarca hace nueve años, esto llevó a un proceso en el que los daneses definieron ciertas reservas al tratado que resultaron aceptables para el resto de la UE. Estas reservas facilitaron la celebración de otro referéndum que dio como resultado algo que podría llamarse la versión “light” del Tratado de Maastricht, que dejó a los daneses al margen en ciertas áreas de la cooperación, incluyendo la defensa, algunos elementos de cooperación legal y el euro. Los socios de Dinamarca aceptaron esas reservas sin darles gran importancia. Desde entonces, han afectado a los daneses sin retrasar la integración europea para otros. Este es el meollo de la solución: para aislar un problema, se permite a un miembro excluirse de ciertas áreas de cooperación, siempre y cuando ello no le conceda ventajas injustas (en el caso de Dinamarca las desventajas son tan evidentes que puede ser que aún los daneses lo reconozcan algún día y utilicen su opción de regresar al redil). Sólo los irlandeses pueden decidir si es posible encontrar una solución similar a las reservas danesas para Irlanda. Sin embargo, hallar esa solución puede resultar más complicado esta vez, porque el Tratado de Niza contiene lenguaje técnico en lo que se refiere a los equilibrios en las votaciones y el poder compartido dentro de las instituciones de la UE. También es difícil saber exactamente por qué los irlandeses votaron por el “no”. La campaña por el “no” fue una extraña mezcla de pacifismo, socialismo y ciertas excentricidades que sólo se dan en esa bella isla verde esmeralda. Además, la baja participación del electorado puede haber ocultado el hecho de que la mayoría de los votantes probablemente habrían escogido el “sí” si sus líderes los hubieran impulsado a asistir a las urnas en primer lugar. Ahora el pueblo y los líderes de Irlanda deben definir las condiciones bajo las cuales su país permitirá la ampliación bajo el Tratado de Niza sin más retrasos. La alternativa será la misma que se les dio a los daneses en su segundo referéndum sobre el Tratado de Maastricht hace ocho años: si vuelve a ser “no”, tendrán que salir de la UE con el fin de no convertirse en un estorbo para la visión más amplia de la integración europea. Más que la mayoría de la gente, los irlandeses deberían entender la importancia de la UE para elevar a países pobres y relativamente aislados al mundo moderno y rico. Fue precisamente esa asistencia la que Irlanda obtuvo de la UE; y es la que otros países, mucho más pobres que Irlanda hace 25 años, esperan ansiosamente hoy en día. Mucha gente en Polonia, los países bálticos, Hungría, la República Checa, Eslovaquia y Eslovenia deben estarse preguntando por qué los votantes irlandeses querrían negarles la misma ayuda que transformó a Irlanda. Mientras esperan a que los líderes políticos de Irlanda encuentren una salida de este pantano en el que se han metido, los dirigentes de la UE deberían considerar la forma en la que los electores habrían votado en referéndums similares en otros países de la Unión –esto es, si los demás líderes hubieran sido lo suficientemente descuidados para permitir que los referéndums socavaran la democracia representativa. Las encuestas de opinión indican que sólo en Suecia y Dinamaraca hay una mayoría de votantes que apoyan la ampliación de la UE. La brecha entre los líderes europeos y sus pueblos es profunda. Esto no significa que deba abandonarse la ampliación, sino que se necesita un liderazgo más activo para fortalecer la aceptación popular de la integración europea. No puede ser cierto que, en menos de una década, los europeos hayan olvidado lo que era la vida en una Europa dividida. Existe todavía la oportunidad de sanar las heridas de las guerras frías y calientes que dominaron el siglo pasado. Sin embargo, se puede perder por largo tiempo si los dirigentes de Europa no aprueban su examen de liderazgo.
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