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La hora de la verdad para los bancos centrales

ZÚRICH – En Grilletes de Oro, su celebrado estudio del colapso del patrón oro en el período entre guerras, el historiador económico norteamericano Barry Eichengreen enfatizaba que importantes cambios políticos y sociales, en particular la extensión de la franquicia, habían tornado imposible mantener el sistema. Los electorados ya no estaban dispuestos a padecer austeridad si eso exigía aferrarse al patrón oro.

El régimen de política monetaria prevaleciente fue arrasado en el nuevo paisaje político. Algunos países, como Estados Unidos y el Reino Unido, fueron rápidos a la hora de ajustarse a las nuevas realidades, y a sus economías les fue bien. Otros, como Francia y Suiza, fueron lentos en su respuesta y sufrieron las consecuencias.

Los bancos centrales ahora se están acercando a un nuevo momento de “grilletes de oro”. En poco más de diez años, la crisis financiera global, el cambio climático y la pandemia del COVID-19 han transformado el entorno en el que operan –y la opinión pública no está de su lado.

Dos cambios en el sentimiento son especialmente evidentes. Primero, existe un amplio consenso entre la población de que el calentamiento global es real y de que la degradación ambiental es una amenaza grave. Muchos creen que los gobiernos –incluidos los bancos centrales- deben hacer todo lo posible para enfrentar estos problemas.

Segundo, las respuestas de los bancos centrales a la crisis financiera y a la pandemia han desatado un enorme incremento de la desigualdad de riqueza. Al reducir las tasas de política monetaria a cero o por debajo de cero y al comprar cantidades enormes de bonos gubernamentales, los bancos centrales han forzado una baja de las tasas de interés en línea con la curva de rendimiento a niveles bajos sin precedentes. En algunos países, en especial Alemania, los rendimientos sobre los vencimientos de toda la deuda gubernamental han caído por debajo de cero.

Si bien estas medidas han sido esenciales para darle a la economía un impulso extremadamente necesario, lo han hecho de la mano de un aumento de los precios de prácticamente todos los activos, incluidas las acciones, los bonos y los bienes raíces residenciales. Así es como funciona la política monetaria. Pero a una gran parte de la población le parece sumamente injusto que, mientras muchos han caído en el desempleo y sufrido penurias económicas como resultado de estas dos crisis, los dueños de activos han obtenido beneficios descomunales.

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Algunos responsables de las políticas monetarias han dicho que, más allá de los cambios en el sentimiento público, sus mandatos les brindan pocos justificativos para abordar la desigualdad y las amenazas ambientales. Y, en cualquier caso, sostienen, las herramientas a su disposición no pueden lidiar con estos problemas de manera efectiva. Estos argumentos sin duda tienen algo de verdad, pero mucha gente los encuentra poco imaginativos y poco convincentes.

La presidente del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, ha tomado la delantera a la hora de enfrentar la nueva realidad presionando para que el cambio climático sea incluido en una revisión estratégica del nuevo marco de política monetaria del BCE. Esa revisión puede concluir que el BCE debería tener en cuenta consideraciones ambientales cuando decide qué activos aceptar como garantía para sus operaciones monetarias, y cómo valorarlos.

Los reguladores bancarios europeos entonces pueden reducir los requisitos de capital sobre los activos “verdes” o aumentarlos sobre los activos “marrones”, con el argumento de que las regulaciones actuales subestiman el riesgo de las tenencias que no son amigables con el clima.

En general, los bancos centrales y los reguladores financieros parecen tener varias maneras de incorporar cuestiones ambientales en sus marcos de políticas si desearan hacerlo. Y como al BCE se le exige “respaldar las políticas económicas generales en la Unión”, entre las cuales se encuentra limitar el cambio climático, parecería pisar un terreno legal firme en ese sentido. Es importante que los bancos centrales reconozcan que pueden promover la ecologización de la economía sin perder de vista sus objetivos primarios en materia de política monetaria y estabilidad financiera.

La Reserva Federal de Estados Unidos recientemente se sumó a este impulso al convertirse en el primer banco central importante en incorporar consideraciones de desigualdad en su marco de políticas. Al anunciar el resultado de la revisión de la estrategia de política monetaria de la Fed el mes pasado, el presidente de la Fed, Jerome Powell, enfatizó que las comunidades negras e hispanas de Estados Unidos también se habían beneficiado de los mercados laborales restringidos antes de que estallara el COVID-19.

Powell agregó que la Fed apuntará sólo a la reducción de empleo de su nivel máximo al fijar la política, y que se preocupará menos por situaciones en las que el empleo exceda las estimaciones de su nivel sostenible máximo. Esto refleja la visión cada vez más generalizada de que es poco probable que las tasas de desempleo muy bajas generen inflación, y que beneficiarían marcadamente a los hogares de ingresos bajos y moderados.

En una situación en la que el BCE se preocupa por los riesgos ambientales y la Fed se preocupa por las perspectivas de las minorías en el mercado laboral, es claro que los tiempos están cambiando para los bancos centrales. Otros responsables de políticas monetarias seguirán sus pasos, y quienes no vean la necesidad o tengan una reacción lenta sufrirán un daño a su reputación como consecuencia de ello.

Los banqueros centrales de hoy harían bien en atender al consejo del último presidente de la Unión Soviética, Mijail Gorbachov. Cuando Gorbachov se reunió con líderes comunistas de Alemania del este en Berlín en octubre de 1989, les advirtió que quienes actúen demasiado tarde serán castigados por la vida. Un mes después, sus anfitriones, y su régimen, fueron arrasados.

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