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El futuro del trabajo en la era de la IA

CHICAGO – El debate reciente sobre las implicaciones laborales de la inteligencia artificial ha oscilado entre los polos del apocalipsis y la utopía. En el escenario apocalíptico, la IA eliminará muchos de los puestos de trabajo y provocará un enorme aumento de la desigualdad, ya que una pequeña clase capitalista se quedará con excedentes productivos antes compartidos con la mano de obra humana.

Curiosamente, el escenario utópico es el mismo, sólo que los multimillonarios tendrán que compartir sus ganancias con todo el mundo mediante un ingreso básico universal o algún programa de transferencias similar. Todos gozarán de abundancia y libertad, y se hará finalmente realidad la visión que tuvo Marx del comunismo, donde «yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, … por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico».

El supuesto común a ambos escenarios es que la IA generará un inmenso aumento de la productividad, de modo tal que hasta los médicos, programadores y pilotos de avión mejor remunerados tendrán que pedir subsidio de desempleo a la par de camioneros y cajeros. La IA no sólo programará mejor que un programador experimentado, sino que también será mejor en cualquier otro trabajo que se le pueda enseñar al programador. Pero si todo esto fuera cierto, entonces la IA generará riquezas inauditas, que incluso al sibarita más extraordinario le sería difícil agotar.

En la visión distópica y en la utópica, la IA se reduce a un problema político: si los rezagados (que tendrán la ventaja de ser muchos) podrán obligar a los dueños de la IA a compartir su riqueza. En esto hay motivos para el optimismo. En primer lugar, si se cumplen los supuestos, la IA generará ganancias tan exageradas que tal vez a los multimillonarios no les importe renunciar a una parte marginal (sea para tener la conciencia tranquila o para comprar paz social). En segundo lugar, la creciente masa de rezagados incluirá a personas muy formadas y políticamente activas, que se unirán a los rezagados tradicionales para exigir una redistribución.

Pero hay también otra pregunta más profunda. ¿Cuál será la respuesta (psicológica y política) de la gente cuando se dé cuenta de que ya no puede aportar nada a la sociedad mediante el trabajo remunerado? La participación en la fuerza laboral ha registrado una importante caída desde los años cuarenta en el caso de los varones; y en el de las mujeres, si bien su entrada masiva a la fuerza laboral no se dio hasta los años setenta y ochenta, la tasa de participación también ha comenzado a disminuir. Esto puede ser reflejo de una tendencia en la que los avances tecnológicos dejan a las personas en la base de la escala incapacitadas de convertir su labor en valor remunerable. La IA puede acelerar esta tendencia y defenestrar también a las personas de los niveles medios y altos.

Habrá quien diga que eso no tiene importancia, siempre que haya una buena distribución del excedente social. En el pasado, los miembros de la clase alta no trabajaban, y desdeñaban a los que lo hacían. Para llenar el tiempo tenían la caza y la literatura, fiestas, política, pasatiempos, etc.; y todo indica que estaban muy satisfechos con su situación (al menos, dejando a un lado a los nobles ociosos y aburridos en sus dachas de verano de los cuentos de Chéjov).

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Los economistas modernos tienden a analizar el trabajo del mismo modo, como un «costo» que exige una compensación salarial tanto más alta para lograr que la gente trabaje. Como Adán y Eva, dan por sentado que el trabajo es una maldición. El bienestar social se maximiza consumiendo; no consiguiendo un «buen empleo». De ser así, podremos compensar muy fácilmente a los que se queden sin trabajo, dándoles dinero.

Acaso la psicología humana sea lo bastante flexible para que un mundo de abundancia y escaso o nulo trabajo pueda considerarse una bendición y no un apocalipsis. Si los aristócratas del pasado, los pensionados de hoy y los niños de cualquier época han podido llenar su tiempo con juegos, pasatiempos y fiestas, tal vez los demás también podamos.

Pero hay investigaciones que indican que los perjuicios psicológicos del desempleo son importantes. Incluso tras descontar la variable ingreso, el desempleo se relaciona con depresión, alcoholismo, ansiedad, aislamiento social, ruptura de las relaciones familiares, deterioro de las perspectivas de los hijos e incluso muerte prematura. Estudios recientes sobre las «muertes por desesperación» dan pruebas de que el desempleo aumenta el riesgo de suicidio y sobredosis. El desempleo masivo derivado del «shock de China» en algunas regiones de Estados Unidos se relacionó con más riesgo de enfermedad mental entre los afectados. En una sociedad que valora el trabajo y menosprecia al desempleado y a quien no es empleable, la pérdida de autoestima y de una idea de sentido y de utilidad es inevitable.

Por eso es posible que a largo plazo, el desafío de la IA no sea tanto cómo redistribuir la riqueza sino cómo preservar puestos de trabajo en un mundo en el que la labor humana ya no se valora. Una propuesta es que la IA pague más de impuestos que la mano de obra, y otra (formulada hace poco por David Autor, economista del MIT) es usar los recursos estatales para orientar el desarrollo de la IA hacia una función de complemento, y no sustituto, de la labor humana.

Pero ninguna de estas ideas es prometedora. Si la mejora futura de la productividad resultara tan grande como vaticinan los pronósticos más optimistas, entonces para que un eventual impuesto tuviera algún efecto tendría que ser altísimo. Además, es probable que las aplicaciones de IA actúen a la vez como complementos y como sustitutos, ya que las innovaciones tecnológicas suelen aumentar la productividad de algunos trabajadores y eliminar las tareas de otros. Que el Estado intervenga para subsidiar las aplicaciones complementarias (por ejemplo, algoritmos que ayuden a escribir o a programar) tanto puede conservar puestos de trabajo como eliminarlos.

Incluso si con impuestos y subsidios fuera posible mantener con vida puestos de trabajo menos productivos que sus sustitutos cibernéticos, sólo estaríamos postergando el día de la verdad. Cuando alguien obtiene autoestima del trabajo, es en parte porque cree que la sociedad valora eso que hace. Pero ya no podrá mantener la ilusión de que su trabajo importa cuando sea evidente que una máquina puede hacer lo mismo mejor y por menos costo. Cuando el automóvil desplazó al carruaje tirado por caballos, aunque los gobiernos hubieran protegido los empleos de quienes fabricaban fustas, alguien que hoy ocupara ese empleo no obtendría por ello mucha autoestima.

Incluso si a largo plazo la humanidad consigue adaptarse a una vida de ocio, si se cumplen los pronósticos más optimistas sobre el aumento de productividad, a corto plazo habrá grandes alteraciones en los mercados de trabajo, similares al efecto que tuvo el shock de China. Estamos hablando de un nivel sustancial de desempleo (que para muchos será permanente). Eso generará desengaño y alienación a gran escala, y no habrá red de seguridad social lo bastante generosa para proteger a los individuos de los problemas de salud mental y a la sociedad de la agitación política resultantes.

Traducción: Esteban Flamini

https://prosyn.org/prhqfRTes