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Hacia un nuevo contrato social

LONDRES – Todas las sociedades se basan en un entramado de normas, instituciones, políticas, leyes y compromisos con los necesitados de ayuda. En las sociedades tradicionales, de esas obligaciones se encargan mayoritariamente las familias y grupos de parentesco. En las economías avanzadas, una parte mayor de la carga recae en el Estado y en los mercados (a través de seguros de salud y pensiones). Pero incluso en el segundo caso, gran parte del contrato social todavía lo sostienen las familias (trabajo de atención no remunerado), la sociedad civil (organizaciones de beneficencia y voluntariado) y los empleadores, que a menudo deben proveer seguro de salud o aportes patronales al seguro de desempleo.

El contrato social no es sinónimo de Estado de bienestar. El segundo término se refiere más bien a las dimensiones del contrato social mediadas por el proceso político y la posterior acción estatal, sea en forma directa a través de la tributación y los servicios públicos o indirecta a través de leyes que exigen al sector privado proveer ciertos beneficios. En ese sentido, el Estado de bienestar no es tanto un mecanismo de redistribución cuanto una fuente de productividad y protección a lo largo del ciclo vital de las personas. Como ha demostrado John Hills, de la London School of Economics, la mayor parte de la gente aporta al Estado tanto cuanto recibe a cambio.

Sin embargo, el malestar que hoy define la política en el mundo desarrollado deriva en buena medida de la sensación de muchos de no haber recibido lo que se les debe. Los que nacieron en condiciones desfavorables sienten que nunca tuvieron una oportunidad. Los residentes de áreas rurales creen que las autoridades han favorecido mayoritariamente a las ciudades. Las poblaciones nativas ven a los inmigrantes con temor a que reciban prestaciones sociales antes de aportar. Los varones perciben que sus privilegios históricos se desmoronan. Los más ancianos piensan que los jóvenes no reconocen sus sacrificios pasados, y cada vez más los jóvenes ven a los ancianos con resentimiento por generar presión sobre los programas de seguridad social y dejar un legado de destrucción medioambiental. Esta desconfianza y animosidad es pasto para los populistas.

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