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La paz requiere traidores

TEL AVIV – En 1795, el filósofo alemán Immanuel Kant escribió que las formas de lograr la paz perpetua eran la diplomacia o una «guerra de exterminio» que aniquilara a todas las partes y solo dejara «el gran cementerio de la especie humana». Históricamente, la humanidad se ha inclinado por esta segunda opción, al menos hasta que los estragos de la guerra obligaron a los estados enfrentados a acordar un compromiso. E incluso entonces fue necesario un liderazgo audaz para poner fin al derramamiento de sangre.

El coraje del presidente ucraniano Volodímir Zelenski como líder en tiempo de guerra es innegable, pero Zelenski también es rehén de su entorno político. Contra un ejército invasor despiadado, su supervivencia política (y tal vez física) depende de un férreo compromiso con la derrota absoluta de los rusos.

Cuando se trata de la transición de la guerra a la paz, la opinión pública suele ser más belicosa que los líderes políticos. Si bien las guerras patrióticas como la ucraniana suelen unir a los países, la búsqueda de una paz imperfecta durante la guerra resulta inherentemente divisoria y se la suele percibir como una traición.

Pero buscar una paz divisoria tal vez sea la única forma noble de traicionar a los votantes. Según una famosa observación de Charles de Gaulle, «en la política uno debe traicionar al propio país o al electorado. Prefiero traicionar al electorado». De Gaulle aplicó esta máxima cuando firmó los Acuerdos de Évian, que otorgaron a Argelia la independencia en marzo de 1962. Pocos meses después apenas logró escapar cuando oficiales militares que se oponían a la retirada francesa intentaron asesinarlo.

El ex primer ministro israelí Ariel Sharon (partidario de la línea dura), también fue un traidor improbable. En 2005 Sharon llevó adelante el intento más significativo para poner freno a la obsesión israelí de construir asentamientos en tierras palestinas de los territorios ocupados: desmanteló los asentamientos judíos en la Franja de Gaza y unos pocos en Cisjordania, pero con ello Sharon traicionó tanto al electorado de derecha como al tenor de toda su carrera política hasta ese momento.

El acuerdo del Viernes Santo de 1998, que logró la paz en Irlanda del Norte, es otro ejemplo de paz «traidora». Durante décadas, la mayor pesadilla del protestante conservador Ian Paisley fue sentarse frente a un militante católico romano republicano como Martin McGuinness. Sin embargo, en 2007 los antiguos enemigos acordaron un gobierno en el que compartirían el poder. Lograron llevarse tan bien que la prensa los apodó «hermanos risita» (por el dúo cómico de televisión para niños, The Chuckle Brothers).

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El rey Abdalá I de Jordania y el ya fallecido presidente egipcio Anwar Sadat fueron menos afortunados. Ambos líderes se atrevieron a enfrentarse al sentimiento público y buscar la paz con Israel... y lo pagaron con sus vidas. Pero aunque la paz entre Egipto e Israel sobrevivió al asesinato de Sadat en 1981, el de Abdalá en 1951 demoró la paz entre Israel y Jordania durante más de cuatro décadas, y asestó un golpe fatal a la esperanza de un acuerdo combinado entre israelíes, jordanos y palestinos. Cuando se enteró del asesinato de Abdalá, el primer ministro británico Winston Churchill lamentó la pérdida de un rey sabio que «tendió a Israel la mano de la reconciliación».

La decisión del primer ministro israelí Yitzhak Rabin de «avanzar en la paz como si no existiera el terror» también le costó la vida. Rabin, asesinado por un extremista de derecha en 1995, no traicionó a sus votantes de centroizquierda cuando firmó los acuerdos de Oslo 1993, pero también se negó a ser rehén del voluble sentimiento público. Un día antes de las elecciones en las que ganó el puesto, Rabin aseveró a los residentes israelíes de los altos del Golán «es inconcebible que nos vayamos, incluso si se logra la paz». Pocos meses después, sin embargo, estaba negociando con el presidente sirio Hafez al-Assad un acuerdo de paz que hubiera obligado a Israel a retirarse de esa región de importancia estratégica.

La diplomacia para la paz es especialmente polémica cuando tiene lugar bajo fuego. Al ex primer ministro israelí Ehud Barak, por ejemplo, no lo mataron por estar dispuesto a extender concesiones a los palestinos, pero la segunda sangrienta intifada que estalló durante su mandato en el año 2000 llevó a su destitución.

El archienemigo de Rabin y Barak, el líder palestino Yaser Arafat, nunca se comprometió del todo con el proceso de paz por temor a que su gente le diera la espalda. En reiteradas ocasiones le preguntó al entonces presidente estadounidense Bill Clinton: «¿quiere venir a mi funeral?». Arafat representaba una causa justa, pero su renuencia a apoyar un acuerdo de paz inevitablemente imperfecto obstaculizó intensamente la búsqueda de la autodeterminación palestina.

Ciertamente, el caso de Ucrania no es menos justo que el de Palestina, pero el final que desea, la derrota incondicional de Rusia, tal vez resulte igual de escurridizo. Mientras tanto, los brutales e incesantes ataques rusos hacen que el público se niegue a cualquier tipo de negociaciones de paz, haciendo aún más difícil que Zelenski busque un compromiso impopular.

Por consiguiente, la guerra de Ucrania se convirtió en una triste réplica de los helados y brutales frentes del impasse de la Primera Guerra Mundial. A medida que aumenta la desesperación del presidente ruso Vladímir Putin, también lo hace la probabilidad de que su país use un arma nuclear en Ucrania y arrastre a Estados Unidos y la OTAN directamente a la guerra. Y luego está la posibilidad de que China, aliado estratégico de Rusia, invada Taiwán y dispare un conflicto mundial calamitoso.

Los líderes ucranianos deben prestar atención a las lecciones de la guerra entre Irán e Irak en la década de 1980. Se estima que ese conflicto, que comenzó en 1980 y se prolongó durante ocho años, se cobró más de un millón de vidas antes de que Irán, víctima de la agresión iraquí y cansado de la guerra, finalmente solicitara el cese de las hostilidades. Resultó una sabia decisión, que salvó a la República Islámica del aniquilamiento.

En el último año, Zelenski se convirtió en un insólito héroe de guerra, pero ahora enfrenta un terrible dilema, ya que la única forma de poner fin a la guerra es con una paz imperfecta. Tarde o temprano, Zelenski —o, mejor aún, Putin— tendrá que cometer la máxima traición política.

Traducción al español por Ant-Translation

https://prosyn.org/DqpDSRies