bashar al-assad HASSAN AMMAR/AFP/Getty Images

De Asad a Asad, pasando por el infierno

MADRID – En marzo de 2018, coincidiendo con el séptimo aniversario del inicio de la guerra en Siria, el presidente sirio Bashar al-Asad se hizo filmar mientras conducía su coche por las calles repletas de escombros de Ghouta Oriental, una zona cercana a Damasco. Por aquel entonces, las fuerzas leales a Asad estaban ganando terreno a los rebeldes, que llevaban un lustro bajo asedio en la zona. Las imágenes de Asad retornando triunfante, y aparentemente relajado, perseguían un evidente fin propagandístico. No obstante, si las reducimos a su cruda esencia, nos sirven para sintetizar lo que han supuesto estos trágicos años de conflicto: Siria ha sido devastada, pero Asad sigue estando allí.

La magnitud del desastre humanitario no puede capturarse solo en cifras, pero estas proveen una muy necesaria perspectiva. En 2011, cuando estalló la guerra, Siria era un país de veintiún millones de habitantes. Casi ocho años más tarde, aproximadamente medio millón de ellos han muerto como resultado de la violencia (unas muertes ocasionadas mayoritariamente por las fuerzas pro-Asad), más de cinco millones y medio han sido registrados como refugiados, y más de seis millones son desplazados internos en Siria. Estos números evidencian el fracaso de una “comunidad internacional” que, en Siria y en tantos otros contextos, no se ha hecho merecedora de este nombre.

Las profundas divisiones en el Consejo de Seguridad de la ONU han impedido una respuesta conjunta a la crisis. En gran medida, dichas divisiones son consecuencia de la intervención militar de la OTAN en Libia, autorizada por el Consejo de Seguridad —con la abstención de Rusia y China— justo mientras se desataban las hostilidades en Siria. La intervención en Libia excedió su mandato humanitario y se obcecó en provocar un cambio de régimen en el país, desembocando en el asesinato de Muamar el Gadafi.

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