Putin and Assad Alexei Druzhinin/ZumaPress

La tentación del déspota

MADRID – Cuando le preguntaron por el dictador nicaragüense Anastasio Somoza, el entonces presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt supuestamente contestó: “Puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. Apócrifa o no, esta salida presidencial, compendia en buena medida la política exterior de EE.UU. durante la Guerra Fría y resume la visión compartida en Occidente respecto de una parte relevante del mundo durante esa época.

Hoy se dibuja una tendencia más alarmante si cabe, por la que algunos dirigentes occidentales parecen inclinarse, no ya por (y ante) “nuestro hijo de puta”, sino por (y ante) cualquier hijo de puta capaz de imponer estabilidad a cualquier precio. Un planeamiento tan seductor como falaz y la experiencia deberían llevar a nuestros líderes precisamente en sentido opuesto. Después de todo, el clientelismo ostensiblemente pragmático de la Guerra Fría se tradujo en demasiadas ocasiones –el Shá de Irán, Lon Nol en Camboya, Augusto Pinochet en Chile, o Mobutu Sese Seko en la República Democrática del Congo, por nombrar a unos pocos– en inseguridad y desorden en el medio y largo plazo.

Pero éstos son tiempos desesperados. Incapaz de frenar la violencia, el sufrimiento y el caos que tienen sepultados a Oriente Medio y parte del Norte de África, y cuyas consecuencias se resienten cada día con más fuerza en Europa, Occidente vuelve a caer en la trampa de la Guerra Fría, y sólo busca a alguien –y ahora virtualmente a cualquiera– que ponga orden.

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