Se busca un Jean Monnet árabe

No hay duda de que el Oriente Próximo es una de las regiones en crisis más peligrosas del mundo. La próxima guerra, ataque terrorista o iniciativa de paz fallida puede acechar a la vuelta de la esquina. En comparación con los altibajos políticos de esta región, subir a una montaña rusa es una experiencia sedante.

Y, sin embargo, el Oriente Próximo es una región que, con todos sus innumerables conflictos, apenas ha cambiado, languideciendo en una extraña especie de punto muerto. Debe de haber una correlación intrínseca entre la falta de dinamismo para el desarrollo de la mayoría de las sociedades del Oriente Próximo y el hecho de que la región tenga una tendencia tan acusada a sufrir una crisis tras otra.

El conflicto entre Israel y los palestinos destaca como ejemplo de la naturaleza estática de esta región geopolítica clave, porque parece ser completamente impermeable a los acontecimientos internacionales. Los otomanos, los británicos, la descolonización, la Guerra Fría, numerosos presidentes estadounidenses y una cantidad todavía mayor de mediadores internacionales han pasado por esas tierras, pero los parámetros del conflicto y la incapacidad de encontrar una solución nunca parecen cambiar.

No obstante, esta impresión –que es correcta con respecto al pasado- podría resultar engañosa en el futuro, porque dos megatendencias globales someterán a la región a cambios más profundos que todo lo que las crisis políticas y guerras previas pudieron producir.

La primera es la globalización, que influirá, si bien lentamente, en lo económico y cultural sobre áreas cada vez más amplias del mundo árabe, comenzando con el Golfo Pérsico y los países productores de petróleo.

Con el paso de la riqueza y el poder desde Occidente a Oriente, las presiones de la globalización vendrán cada vez más desde el este. Por ejemplo, en Marruecos la inversión de los países petroleros árabes ya ha reducido notablemente la importancia de Europa.

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En consecuencia, la contradicción inherente entre una estructura de gobierno incapaz de cambiar y la modernización económica, entre el conservadurismo religioso y cultural y la transformación normativa, aumentará y generará fricciones nuevas y adicionales si no se logra dar con respuestas positivas a estos cambios fundamentales.

La segunda megatendencia es la crisis climática global. Además de los países que se ven amenazados –completamente o en parte- por el aumento del nivel del mar, el calentamiento global afectará principalmente los cinturones desérticos y su disponibilidad de agua, que ya es precaria. Y, si bien los conflictos en el Oriente Próximo giran principalmente en torno al territorio, esto incluye los escasos recursos hídricos tan esenciales para sobrevivir.

El rápido crecimiento de la población, el drástico aumento del consumo de agua debido al crecimiento industrial, agrícola y turístico, y los crecientes estándares de vida harán que el problema del agua adquiera una importancia para la estabilidad política de la región cada vez mayor de la que ya tiene ahora..

Una respuesta sostenible a preguntas de tal importancia para el Oriente Próximo sólo tendrá sentido si tiene un carácter regional. Lo mismo vale para la creciente demanda de energía: aunque la región como un todo es rica en recursos energéticos, su desigual distribución geográfica sugiere que cualquier solución viable debe pasar por la colaboración.

Por supuesto, solucionar las crisis y conflictos políticos sigue siendo la principal prioridad. Sin embargo, para hacer posible la estabilidad y la paz en la región, su población, que es muy joven y aumenta rápidamente, necesita una perspectiva económica que haga posible su participación en la globalización, de manera digna y fundada en sus propias cultura e historia.

Por si solos e individualmente, los estados del Oriente Próximo no podrán manejar esto sin participar en instancias de cooperación regional, por lo que el exitoso historial de la Unión Europea podría convertirse en un modelo casi perfecto.

De hecho, las precondiciones para una cooperación intraregional -hasta la integración parcial de los intereses de los países participantes- parecen más auspiciosas que en la Europa Occidental de principios de los 50. Europa no tenía un idioma común ni era tan homogénea en lo religioso y cultural como el Oriente Próximo.

Para Europa, el punto de partida fue la existencia de líderes visionarios como Jean Monnet y la creación de nuevas instituciones, como la Comunidad del Carbón y el Acero. En el Oriente Próximo, el proceso de integración regional podría comenzar con el agua y la energía, tras lo que podría surgir un mercado común de bienes y servicios, junto con un sistema de seguridad regional.

Eso daría finalmente a esta región, pobre en crecimiento y rica en conflictos, una identidad definida, convirtiéndola en un actor relevante también en términos económicos globales, y permitiéndole así convertirse en arquitecto de su propio futuro.

Europa, que una vez era el continente de las guerras, ha mostrado que esto es posible. Y puede ayudar al Oriente Próximo -su región vecina- a lograr este objetivo estratégico. Ya existe un instrumento para ello: la nueva Unión para el Mediterráneo.

En cualquier caso, la época de inmovilidad en el Oriente Próximo está llegando a su fin, y las consecuencias de ello serán malas o buenas dependiendo de si la región puede reunir de manera activa la prudencia y la fortaleza que precisa para dar forma a este proceso. Serán necesarias imaginación, visión y una perseverancia llena de pragmatismo. Lo que ahora se necesita es un Jean Monnet árabe.

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