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Es hora de un impuesto mundial a las emisiones de carbono

ESTOCOLMO – Es un problema asombroso, incluso existencial. Las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero (especialmente dióxido de carbono) están causando un veloz aumento de las temperaturas globales, que afectará radicalmente nuestras vidas. Los científicos alertan de resultados catastróficos si esas temperaturas alcanzan los 2 °C por encima de los niveles preindustriales. Se convoca una conferencia internacional, bajo los auspicios de Naciones Unidas. Los políticos declaran que el mundo debe limitar las emisiones de CO2 para no superar el límite de los 2 °C. Y luego todo sigue como si nada.

Se suponía que la conferencia de la ONU sobre el clima celebrada en París en 2015 sería diferente. De ella salió un documento, firmado por 197 participantes, con pautas generales para la política climática y la declaración de un compromiso mundial para encarar de una vez por todas el problema. Pero como siempre, las emisiones siguen creciendo en forma sostenida y la concentración de CO2 atmosférico aumenta a un ritmo alarmante. Y nada cambió después de la conferencia sobre el clima que tuvo lugar el año pasado en Katowice (Polonia), dedicada a hacer los compromisos de París más específicos y vinculantes.

El motivo por el que las conferencias de la ONU sobre el clima siguen fracasando es sencillo: se basan en agendas fundamentalmente defectuosas, centradas en metas cuantitativas voluntarias.

Acordar metas de reducción de las emisiones cuantitativas y de aplicación universal en una conferencia de la ONU es fácil. Pero después, los países consideran automáticamente que cumplir las metas es un sacrificio: si tratamos de reducir X toneladas de emisiones, perderemos Y millones de empleos y el PIB se reducirá Z mil millones de dólares. Y al no haber sanciones o castigos reales por incumplimiento, a la hora de la verdad los gobiernos simplemente pueden cambiar de opinión.

Incluso si un gobierno trata de honrar sus compromisos, por ejemplo, imponiendo nuevas regulaciones a las industrias más contaminantes, no siempre obtendrá los resultados deseados. Las empresas también quieren ahorrarse sacrificios, así que harán cualquier cosa para eludir las regulaciones, incluido sobornar a funcionarios públicos para que miren a otro lado.

Además, hay cuestiones de equidad que pueden debilitar todavía más los incentivos al cumplimiento de los compromisos climáticos ante la ONU. ¿Por qué un país pobre en desarrollo tiene que hacer la misma reducción (en términos absolutos o proporcionales) que un país occidental rico? Al fin y al cabo, en el proceso de llegar al nivel de altos ingresos, las economías occidentales emitieron con abandono.

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Además de que los países pobres enfrentan restricciones al desarrollo que los ricos nunca tuvieron, para ellos es mucho más difícil cubrir los costos de crear una economía descarbonizada. Se habla de compensaciones, pero los países nunca se ponen de acuerdo respecto de quién debería recibir cuánto apoyo y quién debería pagarlo. Así que el debate se pospone para la próxima conferencia. En tanto, el volumen de CO2 atmosférico sigue creciendo.

Las restricciones cuantitativas voluntarias en las que se basa la agenda climática de la ONU no son un fundamento firme para una solución a la crisis. Un punto de partida mejor sería un impuesto mundial uniforme a las emisiones de CO2, digamos, 100 dólares por tonelada.

Casi todos los economistas coinciden en que desde un punto de vista económico, ese impuesto crearía una base mucho más firme para la acción climática, en particular porque generaría ingresos fiscales inmediatos. Un impuesto mundial también sería políticamente más factible que medidas nacionales (como el impuesto francés a los combustibles que provocó amplias protestas contra el presidente Emmanuel Macron) porque los consumidores no se harían cargo de todo el costo.

Es verdad que los precios al consumidor subirían en una cantidad que dependerá de la sensibilidad de la oferta y la demanda. Si la oferta de petróleo fuera totalmente inelástica (es decir, si el mundo tuviera una cantidad fija de pozos de los que se pudiera extraer petróleo sin costo alguno), el precio de mercado caerá en una cifra exactamente igual al monto del impuesto. En tal caso, todo el costo del impuesto lo pagarán los dueños de los pozos petroleros.

Pero la oferta no es totalmente inelástica. Un precio de mercado alto alienta la explotación de nuevos yacimientos de petróleo (con costos de extracción superiores); un precio bajo alienta el cierre de algunas de las instalaciones en operación. De modo que el efecto de un impuesto mundial a las emisiones de CO2 sobre los precios al consumidor dependerá de la magnitud de la respuesta de las empresas petroleras al desplazamiento de la demanda.

Sin embargo, como la oferta tampoco es totalmente elástica, la carga del impuesto a las emisiones de CO2 se repartirá entre productores y consumidores, y ambos tendrán un incentivo para reducir la producción y el uso de combustibles fósiles (y por tanto, las emisiones). Si los miles de millones de dólares de recaudación así generados (financiados en parte por los productores de petróleo) se canalizan a inversiones con gran utilidad social o de algún modo populares, tal vez los votantes estén más que dispuestos a aceptar un impuesto al CO2.

Ese impuesto también ayudaría en gran medida a resolver el problema de corrupción que plantean las restricciones cuantitativas, porque los gobiernos tendrían menos incentivos para aceptar sobornos de las empresas (sobre todo si los funcionarios encargados fueran responsables de alcanzar una meta de recaudación). Incluso los gobiernos que no creen en el cambio climático tal vez encuentren en esa recaudación adicional motivos para apoyar la idea. En este sentido, un impuesto al CO2 es compatible con el mecanismo de incentivos: todos los gobiernos (corruptos u honestos, dictatoriales o democráticos, negadores o líderes climáticos) tendrían un motivo para crearlo y aplicarlo (siempre que los demás países hagan lo mismo).

También se ofrecería una respuesta ad hoc a la cuestión de la equidad: todos los países consumidores de petróleo, ricos o pobres, recibirían una recaudación impositiva cubierta en parte por los países productores, que incluyen a las economías más ricas (y en algunos casos, más corruptas) del mundo. Tal vez no sea la manera óptima de redistribuir riqueza entre países, pero es factible. Y la inclusión de un elemento de redistribución puede reducir la resistencia a la acción climática de los países en desarrollo que ven con malos ojos las ventajas que disfrutan sus homólogos más ricos.

La próxima conferencia de la ONU sobre el clima tendrá lugar en Santiago (Chile) en diciembre. De modo que el mundo tiene ocho meses para preparar una nueva agenda centrada en coordinar un impuesto mundial al CO2. Los países productores de petróleo votarán en contra, porque su implementación sería mucho más difícil de eludir que los compromisos actuales. Pero si la mayor parte de la comunidad internacional apoya la medida, una conferencia de la ONU podrá, por fin, generar un avance genuino hacia reducir las emisiones globales y poner freno al cambio climático.

Traducción: Esteban Flamini

https://prosyn.org/LHv4G4ges