Incertidumbre y acción sobre el cambio climático

Las incertidumbres sobre el cambio climático son amplias y numerosas. ¿Cuánto CO2 podría agregarse a la atmósfera si no se hace nada al respecto? ¿Cuánto calentamiento global causará y cómo afectará a los climas locales, los ecosistemas y las especies vulnerables? ¿Qué impacto tendrán esos cambios en la productividad, la comodidad y la salud? Y, por supuesto, ¿cuáles son los costos probables de cambiar a fuentes de energía renovables y de la conservación de energía?

Mientras más se sabe sobre el cambio climático –por ejemplo, el papel de las nubes y los océanos—más incertidumbres surgen. Sin embargo, la “teoría” del invernadero, como a veces se le llama despectivamente, ha quedado demostrada más allá de cualquier duda responsable. Hay incertidumbre sobre los parámetros cuantitativos, y puede haber dudas sobre si el calentamiento global de las últimas décadas se debe exclusivamente al “efecto invernadero”. Pero no hay dudas científicas sobre los fundamentos del calentamiento global.

Si sabemos que la tierra se está calentando, pero no sabemos a ciencia cierta a qué velocidad y con qué efectos sobre los climas a nivel mundial, ¿cuáles son las medidas más urgentes que debemos adoptar para afrontarlo? Una, por supuesto, es seguir estudiando los fenómenos climáticos y su impacto ecológico. Otra es promover las investigaciones enfocadas a encontrar remedios. Necesitamos urgentemente entender qué alternativas habrá para los combustibles fósiles, cuánta energía se puede conservar, como extraer el CO2 de la atmósfera y, de ser necesario, cómo aumentar el albedo de la tierra, es decir, su capacidad de reflejar la luz del sol.

Una forma de asegurar las investigaciones necesarias es recurrir al mercado para que financie y dirija las labores, mediante impuestos, subsidios, racionamiento y –lo más importante—convenciendo a las empresas y los consumidores de que los combustibles fósiles serán cada vez más costosos. Pero los intereses privados no emprenderán ciertas investigaciones esenciales bajo ninguna circunstancia; el “mercado” no estimulará los desembolsos necesarios porque los inversionistas no pueden cosechar todos los beneficios que traerá la moderación del calentamiento global al ser humano.

Así pues, la otra opción es que los gobiernos, en colaboración con las empresas, financien y dirijan las investigaciones. Por ejemplo, desde hace mucho se sabe que el CO2 producido en grandes plantas estacionarias, como las estaciones generadoras de energía eléctrica, puede “capturarse” y canalizarse para ser inyectado en cavernas subterráneas (o posiblemente el fondo marino). Hace veinticinco años se calculaba que este proceso duplicaría el costo de la electricidad; ahora parece que ese costo puede ser más modesto. Pero la inversión en las investigaciones necesarias –en la tecnología de captura, el transporte, la inyección y el sellado, y en las exploraciones geológicas para encontrar sitios adecuados para el almacenamiento permanente—estará más allá del alcance de cualquier interés privado.

La llamada “geoingeniería” es otro ámbito de investigación que merece atención, pero que no la recibirá del sector privado. Parte de la luz solar que llega a la tierra es absorbida, y otra parte es reflejada. Igualmente, algunas erupciones volcánicas, particularmente las que producen grandes cantidades de azufre, pueden enfriar significativamente el planeta. En efecto, se calcula que el azufre que hay actualmente en la atmósfera, principalmente debido a la combustión de carbón y petróleo, puede estar ocultando una parte importante del efecto invernadero previsto.

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Por ello, tendría sentido llevar a cabo experimentos pequeños y reversibles para determinar qué sustancias se pueden introducir, y a qué altitud, para reflejar la energía entrante, e incluir los resultados en los modelos del clima a nivel mundial para precisar dónde serían más efectivas y benignas. Huelga decir que esta no es una tarea para el sector privado, y podría ser adecuado cierto patrocinio internacional.

Para algunos, particularmente la administración Bush, la incertidumbre sobre el calentamiento global parece ser un fundamento legítimo para posponer acciones que generalmente se describen como “costosas”. Pero esta idea se aplica casi exclusivamente al cambio climático. En otros ámbitos de las políticas públicas como el terrorismo, la proliferación nuclear, la inflación o las vacunas parece prevalecer un principio de “seguro”: si existe una probabilidad suficiente de que haya un daño significativo, tomamos alguna medida moderada para anticiparnos.

En el extremo opuesto está lo que a menudo se denomina el principio “precautorio”, que actualmente es popular en la Unión Europea: hasta que se demuestre que algo –por ejemplo los alimentos modificados genéticamente—es seguro, es necesario posponerlo indefinidamente, a pesar de los beneficios sustanciales previstos.

Ninguno de estos dos principios tienen sentido, ni económico ni de otro tipo. Deberíamos ponderar lo mejor posible los costos, los beneficios y las probabilidades, y no obsesionarnos con los casos extremos.

Naturalmente, las incertidumbres sobre el cambio climático hacen que unas cuantas acciones sean irrealizables por el momento, y tal vez durante mucho tiempo. La incertidumbre aceptada sobre el parámetro de la “sensibilidad climática” implica que no tiene sentido decidir ahora, mediante algún proceso diplomático multinacional, cuál debe ser el límite definitivo de las concentraciones de gases de efecto invernadero y utilizar ese límite como base para asignar cuotas a las naciones participantes.

Pero la mayoría de los temas relacionados con el cambio climático no son tan claros. La consecuencia más aterradora posible del calentamiento global que se ha identificado es el “colapso” de las capas de hielo de la Antártida Occidental, que yacen en el fondo marino y se elevan uno o dos kilómetros por encima del nivel del mar. A diferencia del hielo flotante, que no afecta en nada el nivel del mar cuando se derrite, la porción de las capas de hielo que sobresale de la superficie es suficiente para elevar el nivel del mar en unos siete metros si se fundiera en el océano, con lo que se inundarían las ciudades costeras de todo el mundo.

Los cálculos de las posibilidades de que se dé un colapso de las capas de hielo de la Antártida Occidental, o del plazo probable en que podría suceder han variado durante tres décadas. Los estudios recientes de los efectos de las temperaturas oceánicas sobre el movimiento de las capas de hielo no son alentadores. Mi lectura de las últimas investigaciones es que la probabilidad de que el colapso suceda en este siglo son escasas –pero inciertas.

Al responder a esas incertidumbres no debemos esperar a que se resuelvan por completo antes de tomar medidas ni actuar como si tuviéramos una certeza hasta que nos aseguremos de que no hay peligro. Estos dos extremos no son las únicas alternativas.

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