Dos grados de tergiversación

COPENHAGUE – La conferencia sobre cambio climático dirigida por las Naciones Unidas en Bali será recordada menos por la “hoja de ruta” que al final estableció que por la revuelta colisión entre Estados Unidos y gran parte del resto del mundo que mantuvo fascinados a los espectadores. Los activistas del medio ambiente denostaron a Estados Unidos por resistirse a la presión de la Unión Europea para comprometerse de antemano a alcanzar metas específicas de temperatura –a saber, que el calentamiento global debe limitarse a no más de 2°C por encima de las temperaturas preindustriales.

Esta meta se ha convertido en un auténtico mandamiento para los activistas desde que la UE la adoptó en 1996. Los medios frecuentemente hacen referencia a ella, y a veces dicen que, a menos que se cumpla, el cambio climático será muy peligroso para la humanidad. De hecho, esa meta no tiene un respaldo científico, y la afirmación de que podríamos alcanzarla es completamente improbable.

Evitar que las temperaturas se eleven más de 2°C requeriría reducciones draconianas e instantáneas de las emisiones –para la OCDE, las reducciones tendrían que ser de entre el 40% y el 50% por debajo de lo previsto en apenas 12 años. Aun si se pudiera lograr un consenso político, el costo sería enorme: según un modelo, el costo global total sería de alrededor de 84 billones de dólares, mientras que los beneficios económicos alcanzarían apenas una séptima parte de esa cifra.

La cifra sospechosamente redonda de 2°C nos da una pista de que esta meta no se basa en la ciencia. El primer estudio examinado por homólogos que la analizó, publicado en 2007, la describió mordazmente como apoyada por “argumentos débiles, basados en métodos inadecuados, razonamientos descuidados y citas elegidas selectivamente de un conjunto muy limitado de estudios”.

En todo caso, un límite de temperatura es obviamente una declaración política, más que científica. Establecer un límite significa ponderar los costos y los beneficios de un mundo con un nivel de temperatura y compararlos con los costos y los beneficios de bajarle al termostato. Este es un proceso inherentemente político.

Decidir cuánto debemos permitir que se eleve la temperatura es como calcular cuántas personas deberían morir en accidentes de tránsito si se ajusta el límite de velocidad. No hay un número científicamente “correcto” de muertes por accidentes. Lo óptimo sería que esa cifra fuera cero, Pero ello requeriría disminuir el límite de la velocidad al de caminar –con un costo inmenso para la sociedad.

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Se ha informado ampliamente que el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de la ONU nos dice que la ciencia demuestra que las emisiones de los países industriales deberían reducirse entre el 25% y el 40% para 2020. Esto es sencillamente incorrecto: los científicos ganadores del Premio Nobel del IPCC son “políticamente neutrales”.

Sin embargo, muchos periodistas informaron desde Bali que Estados Unidos había rechazado los fundamentos jurídicos de la reducción de emisiones de entre el 25% y el 40%. Se lamentaban de que los argumentos científicos hubieran quedado relegados a una nota de pie de página en el documento final y hacían hincapié en que el miope interés nacional había triunfado. Pero esta interpretación es totalmente equivocada. Si observamos la nota de pie de página de Bali, el IPCC claramente dice que las emisiones se deben reducir entre el 25% y el 40% si se elige la meta inferior de la UE , pero entre el 0% y el 25% o menos si se elige una meta más alta . Sin embargo, al igual que muchos periódicos, el International Herald Tribune escribió que la evaluación del IPCC decía que “el aumento de la temperatura tenía que limitarse a 2°C”.

Nuestro enfoque desequilibrado en la rápida reducción de las emisiones de CO2 es innecesariamente costoso y tiene pocas probabilidades de tener éxito. En la Cumbre de Río de 1992, prometimos recortes de las emisiones aún más radicales para 2010, que no cumpliremos en un 25%. Hacer promesas más firmes sobre promesas que han fracasado difícilmente es la manera de avanzar.

En cambio, deberíamos buscar opciones de política más inteligentes, como tratar de garantizar que en los próximos 20-40 años existan tecnologías de energía alternativa a precios razonables. Esto podría conseguirse si todos los países se comprometieran a dedicar el 0.05% de su PIB a la investigación y el desarrollo de tecnologías de energía sin emisión de carbono. El costo –25 mil millones de dólares, que es relativamente bajo—sería casi 10 veces más barato que el del Protocolo de Kyoto (y muchas veces más barato que un Kyoto II estándar). Sin embargo, multiplicaría 10 veces la investigación y el desarrollo a nivel mundial.

Además, si bien abarcaría a todos los países, los ricos pagarían la mayor parte. Permitiría que cada país se concentrara en su propia visión de las necesidades energéticas a futuro, ya sea que ello signifique concentrarse en fuentes renovables, energía nuclear, fusión, almacenamiento de carbono, conservación o la búsqueda de oportunidades nuevas y más exóticas. También evitaría los incentivos cada vez más fuertes para obtener beneficios sin dar nada a cambio y las negociaciones cada vez más duras sobre tratados tipo Kyoto cada vez más restrictivos.

Un diálogo sensato sobre política exige que hablemos abiertamente sobre nuestras prioridades. A menudo, existe una intensa sensación de que se debe hacer lo que sea para mejorar una situación. Pero en efecto no lo hacemos. En las democracias discutimos mucho sobre cómo gastar en distintas iniciativas porque sabemos que no tenemos recursos infinitos y que a veces dedicar más dinero a un problema no es la mejor solución.

Al hablar del medio ambiente, sabemos que con restricciones más severas habrá mejor protección, pero con costos mayores. Decidir qué nivel de cambio de la temperatura deberíamos fijar –y cómo alcanzarlo—es una discusión en la que todos deberíamos participar. Pero confundir activismo político con razones científicas no ayudará.

https://prosyn.org/62J2qxtes