BERLÍN – Han pasado muchos meses y la economía global todavía no se recupera del shock de la pandemia de COVID‑19. Nuestra moderna sociedad tecnológica no ha experimentado jamás algo remotamente similar a esto en tiempos de paz.
¿Habrá una «segunda ola» y otras más después de ella? Esta inquietante pregunta preocupa a personas de todo el mundo, pero en particular a funcionarios y gobiernos nacionales. Nadie conoce la respuesta. No hay un manual para una situación en la que una economía mundial hipertecnológica e interconectada por cadenas globales de suministro queda de pronto a merced de un patógeno microscópico.
Sería un error tratar de interpretar esta súbita parálisis pensando exclusivamente en el corto plazo. Es verdad que la prioridad inmediata es la lucha contra la COVID‑19. La pandemia ha tenido terribles consecuencias económicas y sociales para miles de millones de personas, y parece estar acelerando una reconfiguración mundial del poder político y económico.
Pero los efectos de la crisis se extenderán mucho más allá de los próximos meses y años. No es aventurado suponer que los historiadores del futuro recordarán 2020 como el inicio de una era de cambio radical. Tal vez sea el momento en que tras darnos cuenta de las consecuencias del modo en que hemos organizado los sistemas económicos y nos relacionamos con la naturaleza, finalmente nos comprometamos con un cambio decidido hacia la sostenibilidad.
En ese caso, el coronavirus habrá obrado como un oportuno llamado de atención. Pero si no hacemos los cambios necesarios, la pandemia de 2020 será el inicio de una catástrofe como nunca antes se ha visto.
Una cosa ya es segura: la crisis debe librarnos de una vez por todas de la confianza ingenua en el progreso humano. Llevamos demasiado tiempo dando por sentado que las consecuencias no intencionales adversas del crecimiento económico constante serían compensadas o minimizadas por los frutos de ese crecimiento. A pesar de los hechos evidentes y de las advertencias de los científicos, nos convencimos de tener la naturaleza controlada. Pero dejando a un lado fantasías de colonización espacial, lo cierto es que nuestro poder tiene un límite, cuya definición por lo general está dada por el horizonte de los intereses humanos. Más allá está todo aquello que aún desconocemos.
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La enseñanza inmediata de la crisis de la COVID‑19 es que la humanidad necesita adoptar con urgencia un sentido de responsabilidad más profundo. Es algo de lo que en general ya nos hemos dado cuenta en forma subjetiva. La pregunta es si convertiremos esa comprensión en acción colectiva, encarando los cambios necesarios.
Hay en el planeta 7700 millones de personas, y se prevé que la cifra llegue a 9700 millones en 2050. Nuestra demanda insaciable de recursos materiales no se detendrá, de modo que seguiremos explotando el planeta a un ritmo superior a la capacidad de regeneración de los sistemas naturales. Esa realidad ha dictado el inicio de un período geológico llamado Antropoceno: para bien o para mal, la humanidad llegó a un punto donde nuestras acciones determinarán el futuro de casi todas las otras especies del planeta.
Es un poder enorme, que implica una responsabilidad enorme. Hasta el principio de la Revolución Industrial, la actividad humana había tenido poco impacto relativo sobre el planeta. Pero ahora su efecto es desproporcionado y total. El crecimiento de la población y el consumo masivo, al calor de mejoras tecnológicas exponenciales, han llevado a una disminución drástica de recursos naturales que otrora parecían inagotables. Y las emisiones generadas por todos estos procesos productivos han provocado un calentamiento acelerado de la atmósfera.
Podemos asumir nuestra responsabilidad y hacer gala de coraje y visión iniciando la Gran Transformación, o podemos quedarnos sentados a esperar que vengan los cuatro jinetes del Apocalipsis. El primero ya llegó con la COVID‑19.
Ante una opción de esta naturaleza podemos hacernos muchas preguntas, por ejemplo, qué uso darles a la inteligencia artificial y a las computadoras cuánticas. Habrá quienes quieran desarrollar instrumentos de guerra más sofisticados, o plataformas de consumo todavía más refinadas. Pero lo que realmente necesitamos es herramientas de análisis de sistemas más elaboradas que nos permitan mejorar la salud pública, proteger el medioambiente y mantener un clima habitable.
La humanidad del futuro no tendrá alimentos suficientes si no protegemos la flora del planeta. La magnitud inédita de la extinción masiva de especies vegetales y animales no nos permite hacernos ilusiones respecto de nuestra capacidad para cumplir esta tarea básica. Aunque la pandemia enseñó a la mayoría a escuchar las recomendaciones de los científicos en ciertos contextos, puede que sigamos negándonos a ver otras realidades, incluso más peligrosas, como el cambio climático.
Sólo las economías más desarrolladas del mundo pueden liderar la Gran Transformación, porque tienen el conocimiento práctico y los recursos financieros que se necesitan para hacerlo. Y de esas economías, es necesario en particular que las democracias occidentales se tomen en serio la idea de libertad que pretenden representar.
Libertad y responsabilidad son dos caras de la misma moneda: desear lo primero y evadir lo segundo es peligroso. La crisis de la COVID‑19 lo puso en claro: para evitar cuarentenas y otras restricciones, tal vez primero haya que respetarlas.
Hay otro subproducto de la crisis que no es posible pasar por alto. Estados Unidos y China van camino a una confrontación por el liderazgo global. Pero ¿alguien sabe cómo será el mundo de mañana? ¿Estará el poder determinado ante todo por la superioridad militar, como ha sido antes? ¿O surgirá de otras fuentes, completamente nuevas y fundamentalmente diferentes? ¿Será posible tan siquiera que el mundo siga girando en torno de una idea de poder tradicional?
Europa tiene ante sí una oportunidad inesperada, siempre que no apueste a la competencia entre grandes potencias. En vez de eso, debe reunir el coraje para dar el ejemplo de responsabilidad colectiva que la humanidad necesita.
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Despite the apparent resilience of Russia's economy, Vladimir Putin’s full-scale war against Ukraine comes at a high economic cost. Not only does it require today’s Russians to live a worse life than they otherwise would have done; it also condemns future generations to the same.
explains the apparent resilience of growth and employment in the face of increasingly tight sanctions.
BERLÍN – Han pasado muchos meses y la economía global todavía no se recupera del shock de la pandemia de COVID‑19. Nuestra moderna sociedad tecnológica no ha experimentado jamás algo remotamente similar a esto en tiempos de paz.
¿Habrá una «segunda ola» y otras más después de ella? Esta inquietante pregunta preocupa a personas de todo el mundo, pero en particular a funcionarios y gobiernos nacionales. Nadie conoce la respuesta. No hay un manual para una situación en la que una economía mundial hipertecnológica e interconectada por cadenas globales de suministro queda de pronto a merced de un patógeno microscópico.
Sería un error tratar de interpretar esta súbita parálisis pensando exclusivamente en el corto plazo. Es verdad que la prioridad inmediata es la lucha contra la COVID‑19. La pandemia ha tenido terribles consecuencias económicas y sociales para miles de millones de personas, y parece estar acelerando una reconfiguración mundial del poder político y económico.
Pero los efectos de la crisis se extenderán mucho más allá de los próximos meses y años. No es aventurado suponer que los historiadores del futuro recordarán 2020 como el inicio de una era de cambio radical. Tal vez sea el momento en que tras darnos cuenta de las consecuencias del modo en que hemos organizado los sistemas económicos y nos relacionamos con la naturaleza, finalmente nos comprometamos con un cambio decidido hacia la sostenibilidad.
En ese caso, el coronavirus habrá obrado como un oportuno llamado de atención. Pero si no hacemos los cambios necesarios, la pandemia de 2020 será el inicio de una catástrofe como nunca antes se ha visto.
Una cosa ya es segura: la crisis debe librarnos de una vez por todas de la confianza ingenua en el progreso humano. Llevamos demasiado tiempo dando por sentado que las consecuencias no intencionales adversas del crecimiento económico constante serían compensadas o minimizadas por los frutos de ese crecimiento. A pesar de los hechos evidentes y de las advertencias de los científicos, nos convencimos de tener la naturaleza controlada. Pero dejando a un lado fantasías de colonización espacial, lo cierto es que nuestro poder tiene un límite, cuya definición por lo general está dada por el horizonte de los intereses humanos. Más allá está todo aquello que aún desconocemos.
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Hay en el planeta 7700 millones de personas, y se prevé que la cifra llegue a 9700 millones en 2050. Nuestra demanda insaciable de recursos materiales no se detendrá, de modo que seguiremos explotando el planeta a un ritmo superior a la capacidad de regeneración de los sistemas naturales. Esa realidad ha dictado el inicio de un período geológico llamado Antropoceno: para bien o para mal, la humanidad llegó a un punto donde nuestras acciones determinarán el futuro de casi todas las otras especies del planeta.
Es un poder enorme, que implica una responsabilidad enorme. Hasta el principio de la Revolución Industrial, la actividad humana había tenido poco impacto relativo sobre el planeta. Pero ahora su efecto es desproporcionado y total. El crecimiento de la población y el consumo masivo, al calor de mejoras tecnológicas exponenciales, han llevado a una disminución drástica de recursos naturales que otrora parecían inagotables. Y las emisiones generadas por todos estos procesos productivos han provocado un calentamiento acelerado de la atmósfera.
Podemos asumir nuestra responsabilidad y hacer gala de coraje y visión iniciando la Gran Transformación, o podemos quedarnos sentados a esperar que vengan los cuatro jinetes del Apocalipsis. El primero ya llegó con la COVID‑19.
Ante una opción de esta naturaleza podemos hacernos muchas preguntas, por ejemplo, qué uso darles a la inteligencia artificial y a las computadoras cuánticas. Habrá quienes quieran desarrollar instrumentos de guerra más sofisticados, o plataformas de consumo todavía más refinadas. Pero lo que realmente necesitamos es herramientas de análisis de sistemas más elaboradas que nos permitan mejorar la salud pública, proteger el medioambiente y mantener un clima habitable.
La humanidad del futuro no tendrá alimentos suficientes si no protegemos la flora del planeta. La magnitud inédita de la extinción masiva de especies vegetales y animales no nos permite hacernos ilusiones respecto de nuestra capacidad para cumplir esta tarea básica. Aunque la pandemia enseñó a la mayoría a escuchar las recomendaciones de los científicos en ciertos contextos, puede que sigamos negándonos a ver otras realidades, incluso más peligrosas, como el cambio climático.
Sólo las economías más desarrolladas del mundo pueden liderar la Gran Transformación, porque tienen el conocimiento práctico y los recursos financieros que se necesitan para hacerlo. Y de esas economías, es necesario en particular que las democracias occidentales se tomen en serio la idea de libertad que pretenden representar.
Libertad y responsabilidad son dos caras de la misma moneda: desear lo primero y evadir lo segundo es peligroso. La crisis de la COVID‑19 lo puso en claro: para evitar cuarentenas y otras restricciones, tal vez primero haya que respetarlas.
Hay otro subproducto de la crisis que no es posible pasar por alto. Estados Unidos y China van camino a una confrontación por el liderazgo global. Pero ¿alguien sabe cómo será el mundo de mañana? ¿Estará el poder determinado ante todo por la superioridad militar, como ha sido antes? ¿O surgirá de otras fuentes, completamente nuevas y fundamentalmente diferentes? ¿Será posible tan siquiera que el mundo siga girando en torno de una idea de poder tradicional?
Europa tiene ante sí una oportunidad inesperada, siempre que no apueste a la competencia entre grandes potencias. En vez de eso, debe reunir el coraje para dar el ejemplo de responsabilidad colectiva que la humanidad necesita.
Traducción: Esteban Flamini