El camino científico a Copenhague

BERLÍN – El 10 de junio de 1859, seis meses antes de que Charles Darwin publicara  El origen de las especies , el físico John Tyndall demostró una serie asombrosa de experimentos en la Royal Institution de Londres. El encuentro estuvo presidido por el príncipe Alberto. Pero ni él, ni Tyndall, ni nadie en su distinguida audiencia podría haber anticipado de alguna manera hasta qué punto los resultados de los experimentos podrían preocupar al mundo 150 años más tarde.

Este mes, miles de personas de todo el mundo, entre ellas muchos jefes de Estado, se reunirán en Copenhague para intentar forjar un acuerdo destinado a reducir drásticamente las emisiones atmosféricas de un gas invisible e inodoro: el dióxido de carbono. A pesar de los esfuerzos de algunos países líderes para reducir las expectativas previas a la conferencia sobre lo que se puede lograr y lo que se va a lograr, a la cumbre todavía se la sigue considerando la conferencia más importante desde la Segunda Guerra Mundial. Y en el corazón de la conferencia aparecen los resultados de los experimentos de Tyndall.

Pero la historia comienza incluso antes que Tyndall, con el genio francés Joseph Fourier, un huérfano educado por los monjes. Fourier ya era profesor a la edad de 18 años y se convirtió en el gobernador de Napoleón en Egipto antes de reanudar una carrera en el mundo de la ciencia. En 1824, Fourier descubrió por qué el clima de nuestro planeta es tan cálido -decenas de grados más cálido de lo que sugeriría un simple cálculo de su equilibrio energético-. El sol aporta calor y la Tierra irradia calor de nuevo al espacio -pero las cifras no estaban en equilibrio-. Fourier detectó que los gases en nuestra atmósfera atrapan el calor. El llamó a su descubrimiento l’effet de serre -el efecto invernadero.

Fue Tyndall quien luego puso a prueba las ideas de Fourier en su laboratorio. Demostró que algunos gases absorben calor radiante (hoy diríamos radiación de onda larga). Uno de estos gases era el CO2. En 1859, Tyndall describió el efecto invernadero en palabras maravillosamente concisas: "La atmósfera admite la entrada de calor solar, pero bloquea su salida; y el resultado es una tendencia a acumular calor en la superficie del planeta".

Luego, en 1897, Svante Arrhenius, quien ganó un Premio Nobel de química seis años más tarde, calculó cuánto calentamiento global podría causar una duplicación del CO2 en la atmósfera. Su respuesta fue 4-6 grados Celsius (un poco más de los 2-4 grados que arrojan consistentemente los estudios modernos).

A Arrhenius no le preocupaba en lo más mínimo la perspectiva del calentamiento global. Quizá porque era sueco, propuso encender minas de carbón para acelerarlo, ya que pensaba que un clima más cálido era una excelente idea. Pero era pura teoría en los tiempos de Arrhenius, ya que nadie tenía mediciones para demostrar que los niveles de CO2 en la atmósfera en realidad estaban aumentando.

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Eso cambió recién a fines de los años 1950, cuando Charles Keeling empezó a medir el CO2 con una precisión sin precedentes en la Antártida y en Mauna Loa en Hawai, bien lejos de cualquier fuente de este gas. Para 1960, pudo demostrar que efectivamente el CO2 estaba en aumento.

Luego pasaron unos pocos años hasta que, en 1965, un informe de expertos -el primero de muchos- presentado al presidente de Estados Unidos Lyndon B. Johnson advirtió sobre el calentamiento global: "Para el año 2000, el incremento en el dióxido de carbono estará cerca del 25%. Esto puede bastar para producir cambios mensurables y tal vez marcados en el clima". En 1972, se hizo una predicción más específica en la prominente revista científica Nature -a saber, que las temperaturas se calentarían en medio grado Celsius para el año 2000-. Y, en 1979, la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos emitió una advertencia sombría sobre un calentamiento global inminente.

No tuvimos que esperar hasta el año 2000 para descubrir que estas predicciones eran correctas: ya en los años 1980, el calentamiento global se había vuelto evidente en las mediciones de la temperatura de las estaciones meteorológicas de todo el mundo. En 1988, se estableció el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (PICC) para analizar la cuestión con más detalle, y en 1992, en la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro, los líderes mundiales firmaron un tratado histórico: la Convención Marco sobre Cambio Climático. Su objetivo: "la estabilización de las concentraciones de gases de tipo invernadero en la atmósfera a un nivel que impida la peligrosa interferencia antropogénica con el sistema climático".

Desafortunadamente, es poco lo que se ha logrado en los 17 años que transcurrieron desde entonces. De hecho, las emisiones de CO2 a partir de combustibles fósiles fueron casi un 40% superior en 2008 en relación a 1990. E incluso la tasa a la que las emisiones están aumentando hoy es tres veces superior que en los años 1990. Las temperaturas globales ya habían aumentado 0,5ºC sobre los niveles preindustriales a principios de los años 1990, y a eso se sumó otro 0,3ºC desde la Cumbre de la Tierra en Río. Y siguen aumentando.

La mayoría de los países hoy coinciden en que el calentamiento global debería detenerse a un máximo de dos grados centígrados. Pero esto se ha tornado un desafío extremadamente difícil, ya que el crecimiento de las emisiones de gases de tipo invernadero y los acopios atmosféricos se aceleraron desde la Cumbre de Río. Por este motivo es que Copenhague es tan importante: bien puede ser nuestra última posibilidad de ocuparnos del cambio climático antes de que el cambio climático se ocupe de nosotros.

Las mediciones de Tyndall hace 150 años demostraron que el dióxido de carbono atrapa el calor y causa calentamiento. Y, hace 50 años, las mediciones de Keeling demostraron que los niveles de CO2 están aumentando. ¿Cuántas más pruebas necesitamos antes de actuar?

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