El mito de los placebos

Frecuentemente los médicos e investigadores dan a los pacientes un tratamiento que parece real pero que en realidad es “falso”. Esos tratamientos (llamados placebos) se aplican en dos situaciones. Se utilizan en investigaciones para que los pacientes (y con frecuencia también los investigadores) no sepan si están recibiendo medicamentos o, digamos, sólo una tableta de lactosa. Esto es importante si se quiere probar científicamente la verdadera efectividad de un nuevo fármaco (o tratamiento). Sin embargo, los médicos e investigadores también creen que dar una píldora a un paciente puede tener efectos poderosos sobre las enfermedades, incluso si la pastilla no contiene ninguna sustancia activa. Durante medio siglo se ha sostenido que los placebos pueden afectar no sólo las sensaciones subjetivas (como cuando un paciente que está recibiendo tabletas de lactosa reporta una disminución de dolor) sino también resultados objetivos, como la inflamación e incluso el infarto al miocardio. En efecto, en 1955, Henry Beecher publicó un famoso artículo en el Journal of the American Medical Association titulado “El poderoso placebo” en el que sostenía que los placebos podían ser efectivos en una tercera parte de los pacientes. En las décadas siguientes, las evidencias casuísticas se han considerado frecuentemente como prueba clínica de que los placebos benefician a los pacientes. Algunas personas han llegado a considerarlos no sólo una herramienta para la investigación sino una técnica terapéutica legítima. Por supuesto, es natural creer que un tratamiento médico falso que parece verdadero puede ser efectivo. Después de todo, es del conocimiento público que lo que sucede en la mente puede tener consecuencias físicas. Por ejemplo, el miedo profundo, como el de los soldados en batalla, aumenta el ritmo cardiaco y la presión sanguínea, y puede provocar defecaciones y urinaciones sin control. Sin embargo, gran parte de la investigación sobre el efecto de los placebos ha sido de mala calidad. Por ejemplo, un enfoque común era dar un placebo a un grupo de pacientes y comparar su condición antes y después. Si los pacientes mejoraban, ello se consideraba como evidencia de que el placebo funcionaba (aun cuando los pacientes frecuentemente mejoran sin ningún tratamiento). Si queremos estudiar los posibles efectos de los placebos, es necesario contar con un grupo de control de pacientes que no reciban tratamiento alguno. Es difícil encontrar estudios de ese tipo (en el que se compare a un grupo de pacientes, seleccionado al azar, que reciben placebos con un grupo de control de pacientes, seleccionado al azar, que no reciben ningún tratamiento. En el Nordic Cochrane Centre y la Universidad de Copenhague, Asbjørn Hróbjartsson y yo llevamos a cabo una revisión sistemática de 130 estudios sobre los efectos de los placebos que cumplían con requisitos estadísticos básicos. Los tipos de placebos que se investigaban en estas pruebas eran farmacológicos (digamos, una tableta de lactosa), físicos (digamos, un aparato de ultrasonido apagado) o psicológicos (digamos, una discusión neutral no dirigida). Nuestras conclusiones se publicaron recientemente en el New England Journal of Medicine . Como la mayoría de los investigadores y los médicos, empezamos nuestro trabajo creyendo que los placebos podían tener efectos clínicos poderosos, pero lo que los datos revelaron nos sorprendió. Cuando los resultados clínicos de los placebos se medían en una escala binaria, del tipo mejoró/no mejoró, no pudimos detectar ningún efecto de los placebos. Tampoco encontramos ningún efecto sobre resultados objetivos medidos con una escala continua, como la presión sanguínea o la pérdida de peso. Sí encontramos un efecto aparente sobre resultados subjetivos continuos, como el dolor, pero esos resultados fueron tenues y poco confiables. Nos dimos cuenta, por ejemplo, de que mientras mayor fuera el estudio, menor era el efecto (y los estudios pequeños son estadísticamente menos confiables que los grandes, y con frecuencia exageran los efectos). El escaso efecto de los placebos sobre los resultados subjetivos, como el dolor, también puede ser espurio por otra razón. En casi todos los estudios relevantes, se dividió a los pacientes en tres grupos: los que recibían un tratamiento médico activo, los que recibían placebos y los que no recibían tratamiento. Es un fenómeno bien conocido en la investigación sobre atención médica que en este tipo de estudios es imposible evitar un sesgo en la forma en que los pacientes reportan sus estados subjetivos. Aquéllos que están en el grupo que recibe placebos pueden tener la esperanza de que están recibiendo el tratamiento activo y, aunque en realidad no mejoran, pueden reportar una pequeña disminución del dolor para complacer al investigador. Por otra parte, los pacientes del grupo sin tratamiento pueden estar decepcionados, lo que los lleva a exagerar el dolor. Estos sesgos estadísticos pueden ser los únicos responsables de los efectos de los placebos sobre los pacientes con dolor que encontramos en nuestro estudio. Aun si es real, el efecto que encontramos fue más bien débil (una disminución promedio del 6.5%) y probablemente no tenga ninguna relevancia clínica, ya que otros estudios han demostrado que las disminuciones en el dolor deben ser del doble de lo que nosotros encontramos para que tengan un efecto significativo sobre el bienestar de los pacientes. Así, nuestras investigaciones refutan la afirmación de que dar placebos a los pacientes puede, por sí mismo, producir efectos clínicos fuertes. Sin embargo, algunos investigadores tienen un concepto mucho más amplio del efecto placebo, incluyendo el posible efecto sobre la salud del paciente de su interacción general con quien lo atiende, y no hemos cancelado la posibilidad de ese efecto. Todos sabemos que sí hay una diferencia cuando quien atiende es una enfermera o un médico empático. Lo que no se sabe es si las mejoras en la salud en esos casos se deben a un ”buen sentimiento” o a otros estados psíquicos generados por la interacción con el personal médico (algo que podría equipararse al efecto placebo). Lo que sí sabemos es que un buen doctor puede convencer más fácilmente al paciente para que se tome sus medicinas con regularidad, y esa puede ser la causa real de las mejoras en la salud. A esto no le llamaríamos efecto placebo. Nuestras investigaciones no sugieren que las pruebas clínicas deban abandonar los placebos. Por ejemplo, si se dejan de usar, los investigadores que saben que un paciente está recibiendo un tratamiento médico activo pueden reaccionar de manera distinta a los posibles efectos adversos y retirar al paciente de la prueba de manera prematura. Por ello, los placebos pueden ser útiles para ”cegar” tanto a investigadores como a pacientes. No obstante, la utilización de placebos en la práctica clínica es otro asunto. Un profesional de la salud que administra un placebo busca beneficiar al paciente haciéndole creer que está recibiendo un tratamiento activo. Este es un engaño que es tan problemático desde el punto de vista ético como dudoso desde una perspectiva médica, y pone en peligro la confianza mutua que requiere una relación médico-paciente efectiva.
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