La Cuestión de Kaliningrado

Durante los últimos 12 años casi toda la región del Mar Báltico ha florecido. La democracia y el crecimiento económico han acentuado la libertad y la prosperidad de la mayoría de los ciudadanos de la región. Estonia, Polonia, Latvia y Lithuania se han remontado desde el estancamiento socialista hasta ser casi miembros de la Unión Europea (UE). San Petersburgo se ha abierto y ha empezado a empezado a prosperar. Todos los países y las regiones postcomunistas del Báltico establecieron gradualmente el marco económico necesario para desarrollar y modernizar sus sociedades y elevar los estándares de vida de su habitantes.

Todas, claro, excepto una. La reunión ministerial de la UE esta semana en San Petersburgo debería ser sólo el inicio de un esfuerzo concertado para dar solución a la cuestión de Kaliningrado. Hundido en la corrupción, la pobreza y la desesperanza, Kaliningrado es un lastimero reducto de retraso en el centro de una región relativamente exitosa. Sufre las tasas más altas de infección con VIH y SIDA de toda Europa, mientras que el abuso de drogas y alcohol está alarmantemente generalizado.

La Historia ha sido muy poco amable con Kaliningrado, por decir lo menos. La Unión Soviética tomó el enclave de manos de los alemanes a finales de la Segunda Guerra Mundial y adquirió su soberanía formal en 1946, volviendo a la ciudad en un puerto de aguas templadas de la flota del Báltico de la Marina Roja y cerrándola al mundo externo hasta 1989. La población indígena alemana, que llamaba a su hogar "Königsberg", fue expulsada y sus profundamente arraigadas cultura e instituciones fueron suplantadas por olas de migrantes traídos allí y ahora encallados en la quebrada idea soviética.

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