El increíble canciller que pierde tamaño

El viaje de Gerhard Schröder a Versalles la semana pasada para celebrar el cuadragésimo aniversario de Tratado de los Elíseos, que acabó para siempre con la histórica enemistad franco-alemana, y para plantear junto con el Presidente Chirac su oposición a una invasión a Irak liderada por EEUU le permitió mostrarse como una más de la imponente serie de poderosos cancilleres de la Alemania de posguerra. Pero, al igual que la línea de visión del Salón de los Espejos de Versalles, la imagen de un Canciller alemán poderoso es una ilusión.

El Canciller Schröder lo sabe. De vuelta en casa, es el tema de canciones satíricas y el blanco de frívolas demandas judiciales acerca de si se tiñe el cabello o si pasa suficiente tiempo con su esposa. Lo que es más importante, la indecisión de su gobierno para enfrentar los profundos problemas del país en cuanto al sistema de atención de salud, las pensiones y el mercado laboral crea una sensación de parálisis política. Alemania parece atascada en la pasividad, como ocurrió en los últimos años del largo gobierno de Helmut Kohl. Pero Schröder fue electo porque prometió ser más dinámico que Kohl.

¿Qué anduvo mal? Los fracasos de Schröder tienen menos que ver con sus cualidades y política personales de lo que se suele pensar. A pesar del aparente poder de los cancilleres de posguerra de Alemania, el sistema político del país sólo se puede administrar; por lo general es imposible gobernar en el sentido de enfrentar los problemas fundamentales mediante la aplicación de reformas de largo alcance. En momentos en que Alemania lucha por recuperar el crecimiento económico, esta debilidad sancionada constitucionalmente se hace cada vez más evidente.

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