Elie Wiesel Carolyn Cole/Getty Images

La humilde nobleza de Elie Wiesel

PARÍS – La historia comienza en un mundo que ya no existe, en las fronteras de Rutenia, Bucovina y Galitzia, lugares olvidados que fueron la gloria del Imperio de los Habsburgos y del judaísmo europeo. Setenta años después, todo lo que queda de ese mundo es palacios en ruinas, iglesias barrocas vacías y sinagogas arrasadas que nunca se reconstruyeron. Y ahora se quedó sin uno de sus últimos testigos: Elie Wiesel.

Wiesel sobrevivió a la aniquilación de ese mundo, y la transformó en un segundo nacimiento, para dedicar su vida, en temor y temblor, a la resurrección de los que perecieron. Eso es, en mi opinión, lo que se destaca en la vida del autor de La noche y Mensajeros de Dios.

En los años que siguieron a 1945, Wiesel se codeó con los más grandes entre los grandes. Se granjeó la misma admiración, vasta, mundial, perdurable, que Yehudi Menuhin. Pero nunca dejó de ser ese yehudi, ese judío común y corriente, ese sobreviviente al que el corazón se le aceleraba al pasar por la aduana, en Nueva York o en París.

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