Hundirse o nadar en las Filipinas

MANILA – La tragedia del hundimiento del transbordador Princesa de las Estrellas frente a la costa de Romblon en las Filipinas –con centenares de cadáveres aún atrapados, según se cree– es una prueba de que el país no sólo es propenso a los desastres naturales, sino también a los provocados por el hombre. La decisión de permitir que el barco navegara directamente hacia la trayectoria del tifón Frank fue consecuencia de la pura y simple incompetencia.

Peor aún, la misma compañía naviera ha estado implicada en al menos otras tres tragedias en el mar en los 11 últimos años, incluido el desastre del “Doña Paz” en 1987, en el que murieron más de 4.000 personas y que fue calificado del mayor desastre marítimo del mundo en época de paz. Esa ejecutoria añade aún más ignominia a la sensación de pérdida padecida por los allegados de quienes murieron o desaparecieron. Si al menos las autoridades filipinas hubieran aprendido las enseñanzas que se desprenden de las pasadas tragedias, esta última se habría podido evitar perfectamente.

La legislación filipina, como la de la mayoría de las jurisdicciones del mundo, clasifica el ramo del transporte como un servicio público. No se ejerce como una actividad comercial corriente en las condiciones tradicionales del laissez-faire , sino como una a la que se ha conferido el carácter de interés público.

Lo primero que conviene señalar es que los viajes por mar siempre han sido y serán peligrosos. Durante mil años los Estados han regulado el transporte marítimo con el fin de fomentar la seguridad en el mar. En teoría, las autoridades filipinas deberían haber ejercido su supervisión reglamentaria con mucha más diligencia. En cambio, los funcionarios portuarios de Manila y del servicio de guardacostas filipino permitieron al Princesa de las Estrellas zarpar, pese a los claros avisos del Servicio Metereológico de que el barco se dirigía hacia el ojo del tifón. Así, pues, no se trata de un problema de reglamentación, sino de la voluntad para imponer su cumplimiento.

Además, resulta más que extraño que una compañía con una ejecutoria tan lamentable en materia de seguridad haya seguido funcionando. Desde luego, el hecho de que las Filipinas sean tristemente famosas como uno de los países más corruptos del mundo explica por qué buques que no reúnen las condiciones para navegar y con tripulaciones incompetentes siguen circulando por sus rutas. Se trata, pura y simplemente, de un fallo sin paliativos del imperio de la ley en las Filipinas, al que hay que achacar la triste suerte de las víctimas.

Parte del problema radica en que la legislación filipina concede muy poco valor a la vida humana. De hecho, en los tribunales filipinos la indemnización por una vida humana asciende a sólo 2.500 dólares. En los códigos legislativos, el valor es aún menor: tan sólo 100 dólares.

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Puede que esa valoración no constituya la cantidad total por daños y perjuicios que lleguen a recibir los herederos de los fallecidos a consecuencia de un delito o un incumplimiento de contrato. No obstante, la negativa de los tribunales filipinos a conceder indemnizaciones superiores a las correspondientes a los daños directos y los daños morales nominales ha hecho que la pérdida de vidas resulte asequible a quienes no estén dispuestos a suprimir las negligencias en el cumplimiento de sus obligaciones contractuales.

Naturalmente, los códigos legislativos establecen indemnizaciones ejemplares y punitivas para disuadir de las conductas dañinas para la sociedad, pero los tribunales filipinos se han negado a recurrir a esas indemnizaciones por daños y perjuicios como instrumento para controlar el comportamiento, en particular de los empresarios. Los intentos recientes de abogados filipinos de presentar demandas civiles por violaciones de los derechos humanos y medioambientales ante tribunales estadounidenses demuestran la desesperación de los demandantes filipinos que buscan reparación contra quienes han actuado negligentemente o con impunidad.

Todo esto explica por qué Sulpicio Lines, el propietario del Princesa de las Estrellas, ha seguido ejerciendo sus actividades empresariales, pese a sus numerosos deslices. Sencillamente, los tribunales filipinos no han hecho que sea suficientemente costoso no mantener la seguridad de los busques.

Peor aún, en las Filipinas los procesos tardan al menos cinco años en quedar concluidos. Incluso los filipinos que pueden costearse los procesos deben esperar; un demandante por la tragedia del Doña Paz, por ejemplo, esperó diecinueve años antes de recibir 250.000 dólares por daños y perjuicios. Sin embargo, los pasajeros de los buques y transbordadores filipinos son, por regla general, pobres y no pueden costearse los servicios de abogados ni las costas judiciales. A consecuencia de ello, aceptan las migajas que puedan ofrecer los propietarios de los buques después de un desastre.

Esa legalidad ilícita es de lo más corriente en un país en el que 85 por ciento de sus habitantes viven en la pobreza extrema. Para muchos de ellos, los viajes por mar siguen siendo el único medio de transporte viable. Pese a la inseguridad de los buques, la única otra opción sería la de nadar… o, como los que iban a bordo del Princesa de las Estrellas, hundirse.

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