Los dolores de parto de los estados árabes

TEL AVIV – La desintegración del estado iraquí, espoleada por el rápido avance de los militantes del Estado Islámico en Irak y Siria (ISIS), sorprendió a norteamericanos y europeos con la guardia baja, y ahora volvieron a su tendencia habitual a la autoflagelación. De hecho, un alto porcentaje de la responsabilidad por el tumulto en Irak -para no hablar de Siria- sin duda recae en el pernicioso legado colonial y las políticas erróneas de Occidente en el Medio Oriente árabe. Pero, en última instancia, la agitación en el mundo árabe refleja el difícil encuentro de una civilización antigua con los desafíos de la modernidad.

Sin duda, la aventura iraquí del presidente norteamericano George W. Bush estuvo calamitosamente mal concebida, como lo estuvo la subsiguiente imposibilidad del presidente Barack Obama de dejar una fuerza residual adecuada en Irak después de que Estados Unidos retiró sus tropas. Por cierto, la partida apresurada de Estados Unidos permitió que el ISIS ganara terreno, desdibujando al mismo tiempo la frontera con Siria. En su esfuerzo por forjar un estado islámico, el ISIS invadió Siria desde Mosul mucho antes de que invadieran Mosul desde Siria.

Pero la historia frecuentemente está forjada por fuerzas impersonales abrumadoras -como la religión, la identidad étnica y las actitudes culturales- que no son receptivas a las soluciones basadas en la fuerza, mucho menos a la intervención de ejércitos extranjeros. Aún si Estados Unidos nunca hubiera invadido Irak, no es descabellado suponer que la transición del liderazgo de Saddam Hussein habría sido violenta, con un desenlace muy similar al de Siria hoy o al de Yugoslavia en los años 1990, cuando una brutal guerra civil terminó en la división del país según líneas étnicas.

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