edel3_OLEKSANDR GIMANOVAFP via Getty Images_pushkin OLEKSANDR GIMANOV/AFP via Getty Images

Adiós, Rusia

BERKELEY – Ya pasó un año desde que Rusia, el lugar donde nací, invadió Ucrania. Llevamos 365 días despertando con noticias de misiles rusos, bombardeos, asesinatos, torturas y violaciones. Han sido 365 días de vergüenza y confusión, de no querer mirar pero necesitar saber lo que pasa, de ver a los rusos convertirse en «ruscistas», «orcos» o «putinoides». En estos 365 días, el calificativo de «rusoestadounidense», que antes no generaba complicaciones, se ha sentido como una contradicción en sus propios términos.

Quienes estamos en esta situación hemos tenido métodos para adaptarnos a las nuevas circunstancias, algunos más fáciles que otros. Mi biblioteca sigue llena de libros rusos, pero ya no tengo ningún deseo de releerlos. Chéjov y Nabokov no tienen la culpa por la agresión contra Ucrania, pero sin embargo, la agresión les robó la magia y la capacidad de enseñar. Estos autores eran mis amigos, lo mismo que los rituales del viejo país, como la vigilia de pascua rusa y la proyección en Año Nuevo del clásico soviético La ironía del destino. La pérdida me duele horrores, pero tal vez sea lo mejor. Me ayuda a concentrarme en el presente.

Otros cambios me obligaron a una reflexión más profunda. Era común que cada ruso en Occidente se sintiera enviado de una gran cultura y de un gran país. Aunque las cosas se salieron de curso muy mal con el bolchevismo y los gulags, a fines del siglo XX Rusia había conseguido enderezarse y volver con la civilización, poniendo sus propias virtudes «especiales» a la vista de todos. En Occidente, el atractivo romántico de la escala de valores rusa (anteponer lo comunal a lo individualista, lo socialista a lo capitalista, lo espiritual a lo material, el corazón a la cabeza) era tan fuerte que yo también me convencí de la bondad oculta de Rusia (a pesar de haberme ido del país tan pronto como pude en los noventa).

https://prosyn.org/w5zQtknes