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El retorno de los banqueros centrales conservadores

BRUSELAS – En las últimas décadas, el trabajo de los banqueros centrales se convirtió en una actividad algo aburrida y frustrante. En la década de 1990 se les concedió independencia, porque esa parecía ser la mejor manera de garantizar la estabilidad de precios. La opinión predominante (en aquel entonces) era que dejar a los gobiernos en control de la política monetaria daría lugar a un estímulo económico que, en última instancia, acabaría impulsando una inflación más alta, sin agregar ningún aumento apreciable en la producción o el empleo. La solución fue nombrar tecnócratas prudentes como banqueros centrales, cuya única tarea sería fijar y cumplir un objetivo de inflación.

En cierto sentido, este enfoque tuvo demasiado éxito. La inflación se mantuvo moderada durante 20 años, y especialmente después de la crisis financiera mundial, un episodio que enseñó a los banqueros centrales la importancia vital de la estabilidad financiera. El crecimiento de los precios no se desaceleró mucho, ni siquiera cuando la economía se desplomó en el año 2009 (el llamado “rompecabezas de la deflación desaparecida”), y dicho crecimiento de los precios se mantuvo bajo cuando la recuperación fue ganando fuerza lentamente y llevó al pleno empleo. Durante estas dos décadas, la inflación rondó un estrecho corredor en torno al 2% en Estados Unidos, entre el 1 al 2% en la eurozona y por debajo del 1% en Japón.

Por supuesto, los bancos centrales afirmaron que esta inflación baja y estable era el resultado de su hábil política monetaria, a pesar del impedimento de no poder empujar las tasas de interés muy por debajo de cero. Sin embargo, para una persona que está fuera de ese círculo, sigue siendo desconcertante las razones por las que, por ejemplo, el Banco Central Europeo no pudo alcanzar su meta de inflación anterior de “por debajo, pero cerca, del 2 % a medio plazo”, a pesar de implementar un programa de compra de bonos por un valor de millones de millones de euros.

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