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El mito del efecto expulsión

LONDRES – En general parece haber acuerdo respecto de tres efectos económicos del COVID-19. Primero, el mundo desarrollado está al borde de una recesión severa. Segundo, no habrá ninguna recuperación automática en forma de V. Y, tercero, los gobiernos por lo tanto necesitarán “respaldar” a las economías nacionales por tiempo indefinido. Pero, a pesar de este consenso, se le ha dado poca importancia a lo que una dependencia prolongada del gobierno por parte de las empresas privadas significará para relación entre el estado y la economía capitalista.

El principal obstáculo para esa mentalidad es la noción profundamente arraigada de que el estado no debería interferir en la asignación de capital de largo plazo. La teoría económica ortodoxa sostiene que la inversión pública es menos eficiente que el capital privado. Al aplicar una lógica excesivamente simplificada, se llega a la conclusión de que prácticamente todas las decisiones de inversión deberían quedar en manos del sector privado.

Las dos excepciones por lo general reconocidas son los bienes “públicos”, como la iluminación de las calles, para cuyo suministro las empresas privadas no tienen incentivos, y los bienes “esenciales”, como la defensa que debe mantenerse bajo el control nacional. En todos los demás casos, sostiene el argumento, el estado debería permitirles a las empresas privadas seleccionar proyectos de inversión en línea con las preferencias de los consumidores individuales. Si el estado fuera a substituir sus propias elecciones por este tipo de asignaciones racionales basadas en el mercado, “desplazaría” actividades de mayor valor, “elegiría perdedores” e impediría el crecimiento.

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