IOC President Thomas Bach stands with Mr. Kim Il Guk, DPR Korea, and Mr. Jong Whan Do, South Korea Robert Hradil/Getty Images

De Pyongyang a Pyeongchang

MADRID – “Lo más importante no es ganar, sino participar”. Esta recurrente frase —que pertenece ya al patrimonio popular— se atribuye a Pierre de Coubertin, el fundador de los Juegos Olímpicos modernos. Con motivo de las olimpiadas de invierno que acogerá la ciudad surcoreana de Pyeongchang dentro de unos días, la frase ha adquirido una renovada vigencia: las dos Coreas han aparcado sus diferencias y han acordado que una delegación norcoreana participe en los Juegos.

Separar política y deporte no solo es imposible, sino que tal vez no sea siquiera deseable. Entre los objetivos del olimpismo figura el de poner el deporte al servicio de la paz y de la dignidad humana. Y es que no cabe duda de que el deporte puede desempeñar un papel políticamente constructivo a escala global. Recordemos, por ejemplo, el breve viaje que realizó un jugador estadounidense en el autobús del equipo chino durante los mundiales de ping-pong de Japón en 1971. Este célebre encuentro fue origen de la llamada “diplomacia del ping-pong”, que dio pie al acercamiento entre la China de Mao y los Estados Unidos de Nixon, uno de los episodios más inesperados y trascendentales de la Guerra Fría.

En 1991, de nuevo en unos mundiales de ping-pong albergados por Japón, las dos Coreas formaron un equipo conjunto que, contra todo pronóstico, terminó ganando el oro en la competición femenina. El compañerismo que desarrollaron las jugadoras del Norte y las del Sur les permitió imponerse en la final al temible combinado chino, ante el júbilo de unos coreanos que por un instante se olvidaron de sus divisiones.

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