No hay tiempo para bajar el ritmo

PITTSBURGH – Hace casi seis meses, en un momento de gran alarma por la crisis económica y financiera mundial, los líderes del G-20 se reunieron en una cumbre histórica en Londres. Sus compromisos colectivos para estimular, regular y reestructurar la actividad económica global ayudaron a calmar los nervios en todo el mundo.

Muchos de los problemas que dieron lugar a la cumbre de Londres siguen siendo una realidad. Puede ser que los niveles de ansiedad hayan disminuido entre los altos directivos y en los mercados de valores, pero continúa el drama diario por la supervivencia. En efecto, para muchas personas se ha profundizado, en los pueblos y en las calles de los países menos desarrollados del mundo -en particular en África.

Las Naciones Unidas y el Banco Mundial prevén que los efectos directos e indirectos de la crisis económica se sentirán  durante mucho tiempo en los países en desarrollo. Los empleos han desaparecido, los ingresos y las oportunidades se han perdido. Decenas de millones de personas se han sumado a los millones de individuos que actualmente viven por debajo de la línea de pobreza, dando marcha atrás a los avances logrados con miras a alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio del mundo.

En la reunión del G-20 de Londres se reconoció que no se debía castigar a los países y pueblos más pobres del mundo por una crisis de la que no eran culpables. Con esto en mente, los líderes del G-20 establecieron una ambiciosa agenda para preparar una respuesta incluyente y de gran alcance. Si no se quiere que la cumbre de Pittsburg se convierta en el anticlímax de la creciente importancia del G-20 como foro para las acciones decisivas, se debe mantener el impulso generado. Hay cuatro asuntos que ofrecen la oportunidad de hacerlo.

Primero, los líderes del G-20 necesitan cumplir los compromisos que han asumido con respecto a un Plan Global de Recuperación y Reforma. Al reconocer “su responsabilidad colectiva de mitigar el impacto social de la crisis y minimizar los daños a largo plazo al potencial global”, el grupo ahora necesita revisar cuánto apoyo ha llegado o se ha puesto a disposición de los países en desarrollo.

Hay algunas señales alentadoras. Por ejemplo, en julio, el FMI de modo encomiable anunció un incremento considerable en los préstamos en condiciones favorables a los países menos desarrollados. A muchos de ellos, incluidos Etiopía, Malawi y Sudáfrica, ya se les han asignado derechos especiales de giro (DEG) para ayudarles a afrontar la crisis económica. Sin embargo, algunos países vulnerables todavía están luchando para financiar las inversiones anticíclicas y ampliar la protección de los servicios sociales. Eso plantea preguntas sobre la severidad de los criterios de elegibilidad y modelos de asignación del Banco Mundial que pueden impedir que llegue el apoyo a los más necesitados.

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Esto pone de relieve los argumentos en favor de una segunda área de acción –la de garantizar que los países en desarrollo, incluidos los menos adelantados, tengan más influencia en las instituciones financieras globales, y fortalecer los organismos regionales como el Banco Africano de Desarrollo. Una arquitectura global más equitativa y justa significa no sólo dar un mayor peso a las economías emergentes. También significa la inclusión sistemática de otros países en desarrollo.

Las instituciones de Bretton Woods, como el Banco Mundial y el FMI, reconocen ellas mismas que al hacerse más incluyentes tendrán más importancia ante la realidad y diversidad de la comunidad global de hoy, y serán más eficaces como vehículos para abordar la adaptación al cambio climático y la reducción de la pobreza. Pero el ritmo de los cambios necesita acelerarse para garantizar que el FMI en particular sea capaz de adaptarse a los desafíos posteriores a la crisis.

Esto exige una ampliación del mandato de supervisión del FMI más allá de las políticas monetarias y macroeconómicas  a fin de que pueda hacer frente a cuestiones reglamentarias y financieras más extensas. Ello significa el establecimiento de un consejo político de muy alto nivel que tome decisiones estratégicas cruciales para la estabilidad global. También requiere reformar el sistema de votación para garantizar que las decisiones cuenten con el apoyo de la mayoría de los miembros.

Las reformas estructurales e institucionales tienen que complementarse con un tercer logro: acordar una agenda para tratar la variedad de reglas comerciales parciales, los programas de subsidios obesos, las reglas de propiedad intelectual y otras formas de distorsión de los mercados que ponen en grave desventaja al mundo en desarrollo. Aquí, el G-20 podría desempeñar un papel particularmente constructivo, especialmente en lo que se refiere a la reactivación de la Ronda de Doha de negociaciones comerciales, la reducción de los derechos, aranceles y cuotas aplicados a las exportaciones de los países menos adelantados, y la eliminación gradual de los subsidios internos.

Por último, el G-20 también podría ayudar a fortalecer el impulso en el tema del cambio climático. Sus miembros representan la enorme mayoría de las emisiones globales de gases de efecto invernadero; un acuerdo entre ellos en Pittsburg sería un gran avance para garantizar que la Conferencia Internacional para el Cambio Climático que se celebrará en diciembre en Copenhague vaya más allá de las palabras.

Se necesita avanzar en el establecimiento de objetivos de reducción de emisiones de gas y un intercambio más amplio del conocimiento y la tecnología. También tenemos que encontrar una forma de ofrecer fondos para la adaptación y la mitigación – a fin de proteger a las personas del impacto del cambio climático y permitir que las economías crezcan al tiempo que mantienen bajos niveles de contaminación- mientras prevenimos el proteccionismo comercial en nombre de la mitigación del cambio climático.

Los retos de nuestro tiempo son numerosos, complejos y están entrecruzados. En Londres, el G-20 se mostró atento a las preocupaciones y a las circunstancias especiales del mundo en desarrollo, lo que dio como resultado reflexiones profundas. Los escépticos temen que ahora que se percibe, con o sin razón, que el riesgo financiero colectivo es controlable, de la cumbre de Pittsburg surgirá un compromiso débil que reflejará más los intereses nacionales divergentes que un sentimiento de urgencia por hacer frente al cambio climático, la pobreza crónica y la ineficaz gobernanza mundial. Los líderes del G-20 deben otra vez manejar presiones internas difíciles, superar agendas miopes y resistir las tentaciones populistas- y probar a los escépticos que están equivocados.

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