Una nueva orientación para las Naciones Unidas

NUEVA YORK – Las Naciones Unidas llevan lo que a veces parece una doble vida. Por una parte, los expertos las critican por no resolver todos los males del mundo. Por otra, sus Estados miembros y los pueblos del mundo le están pidiendo que haga más y en más lugares que nunca, tendencia que continuará en 2011.

No es difícil comprender por qué. Basta con leer el periódico, encender la televisión o entrar en la red Internet para apreciar la magnitud de las necesidades. Arrecian conflictos en demasiados lugares. Los desastres naturales golpean con mayor furia y en número mayor que nunca.

Además de todo eso, afrontamos una nueva generación de amenazas, sin precedentes en la Historia, que traspasan las fronteras y tienen alcance mundial. Ningún país ni ningún grupo, por poderosos que sean, pueden abordarlos por sí solos. Todos deben cooperar –en una causa común en pro de soluciones comunes– para abordar imperativos como los del cambio climático, la pobreza y el desarme nuclear.

Pero existe un profundo escepticismo respecto de que podamos hacerlo. El mundo mira a las Naciones Unidas más que nunca, pero la opinión habitual es la de que no estamos a la altura de la tarea. Los problemas son demasiado complicados. Los recursos son demasiado escasos. Las propias Naciones Unidas parecen demasiado divididas para que su labor tenga un efecto decisivo.

Sin embargo, la opinión habitual está equivocada; peor aún: es peligrosa, porque todos hemos visto lo rápidamente que puede arraigar, deformar la realidad y después endurecerse como el cemento. Por ejemplo, hace cuatro años, cuando tomé posesión de mi cargo, sólo unos cuantos dirigentes mundiales sabían lo bastante para hablar del cambio climático: la amenaza determinante de nuestro tiempo, cuyos efectos vemos todos los días a nuestro alrededor y por doquier. Hoy hemos trasladado el cambio climático al primer puesto de nuestro programa.

Pero no nos engañemos: ha sido un camino difícil. En diciembre de 2009 en Copenhague, los dirigentes mundiales estuvieron negociando hasta las tantas de la noche y al final, según la opinión establecida, no consiguieron prácticamente nada. En realidad, aunque no conseguimos un tratado amplio y jurídicamente vinculante que daría paso a una era de prosperidad sostenible con reducidas emisiones de carbono, como esperábamos, en Copenhague hubo logros importantes.

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Por primera vez en la Historia, los países en desarrollo y los desarrollados reconocieron su deber de frenar las emisiones de los gases que provocan el efecto de invernadero y acordaron el objetivo de limitar el aumento de la temperatura planetaria  a menos de dos grados centígrados. Y, por primera vez en la Historia, los países formularon grandes promesas de financiar las medidas de mitigación y adaptación: 30.000 millones de dólares a lo largo de los tres próximos años para el inicio rápido de la financiación  y 100.000 millones de dólares al año de aquí a 2020.

La enseñanza que de ello se desprende es la de que no debemos soñar con avances de la noche a la mañana ni dejarnos caer en la desesperación por la falta de logros inmediatos. En cambio, debemos seguir avanzando a partir de pequeños logros, dondequiera que los consigamos, movilizando apoyo, creando alianzas amplias, forjando coaliciones y teniendo en cuenta una red de partes en movimiento y cuestiones complejas, porque con ello se preparará el terreno para los posibles avances del futuro.

Las medidas colectivas nunca han sido fáciles, pero nunca han sido tan necesarias como con miras a la consecución de los objetivos de desarrollo del Milenio de las Naciones Unidas: el plan del mundo para acabar con la pobreza extrema. Según la opinión habitual, las metas de los ODM –reducir la pobreza y el hambre, mejorar la salud de las madres y los niños, luchar contra el VIH/SIDA, aumentar el acceso a la educación, proteger el medio ambiente y forjar una asociación mundial en pro del desarrollo– son, sencillamente, inalcanzables. En realidad, estamos luchando contra la enfermedad –la poliomielitis, el paludismo y el SIDA– mejor que nunca y haciendo nuevas y grandes inversiones en pro de la salud de las mujeres y los niños, decisivas para el progreso en muchos sectores.

No obstante, respecto del cambio climático, la pobreza y otras cuestiones, la opinión habitual es la de que las Naciones Unidas deben ceder sus cometidos al G-20, pero éste, por sí solo, no es la solución. Pese a un debate extenuante sobre las cuestiones relativas a las divisas y a los desequilibrios comerciales en su cumbre celebrada el pasado mes de noviembre en Seúl, el único sector en que hubo acuerdo fue el relativo a una cuestión del programa del G-20 por primera vez: el desarrollo económico. Al reconocer que la recuperación mundial depende de las economías en ascenso –es decir, del mundo en desarrollo–, los dirigentes del G-20 aprobaron inversiones encaminadas a sacar de la pobreza a la población más vulnerable del mundo.

Ésa es la razón por la que los dirigentes del G-20 reconocen la necesidad de cooperar estrechamente con las Naciones Unidas: al fin y al cabo, ninguna organización aborda mejor el desarrollo. El G-20 y las Naciones Unidas están encontrando nuevas formas de cooperar constructivamente: no como rivales, sino cada vez más como íntimos asociados. Y así debe ser.

Hace cuarenta años, un gran estadista americano, Dean Acheson, recordó la emoción que sintió al contribuir a la creación del orden posterior a la segunda guerra mundial. Presente en la creación: así tituló sus memorias.

Hoy, nos encontramos en un momento igualmente emocionante y no menos decisivo para el futuro de la Humanidad. También nosotros estamos presentes en una nueva creación y las Naciones Unidas deben recrearse también constantemente. Debemos evolucionar y mantener el paso con un mundo en rápida transformación. Debemos ser más rápidos y más flexibles, eficientes, transparentes y rendir cuentas. En una época de austeridad, los recursos son preciosos; debemos hacer que todos los dólares cuenten.

Son tiempos de prueba para todos. En todas partes las personas viven con mayor ansiedad y miedo. Hay una pérdida casi universal de la confianza en las instituciones y los dirigentes.

En medio de esa incertidumbre, nuestro futuro depende de unas Naciones Unidas que junten a los países del mundo no sólo para hablar y debatir, sino también para acordar y actuar, que movilicen a la sociedad civil, las empresas, los filántropos y los ciudadanos comunes y corrientes para que ayuden a los gobiernos del mundo a resolver los problemas actuales y que aporten paz, desarrollo, derechos humanos y bien público mundial –en una palabra, esperanza– diariamente a los habitantes de todo el mundo.

https://prosyn.org/tRFzQMBes