Hay que salvar la OTAN

Quien piense que la OTAN, la más exitosa expresión de solidaridad trasatlántica, había encontrado una nueva cohesión después de la decisiva crisis de Irak debería visitar el cuartel general de la alianza. Es cierto que la cumbre de Estambul de fines de junio produjo un asomo de armonía y que los cuarteles de la OTAN están, como siempre, ocupados con frecuentes reuniones de las ahora 26 delegaciones nacionales, innumerables comités, y las montañas de papel impreso que producen. Sin embargo, falta algo esencial: el espíritu de la OTAN. Muchos, si no la mayoría, de los miembros ya no reconocen a la OTAN como algo fundamental para sus intereses nacionales.

Como lo expresó un alto funcionario, la organización es como un auto viejo y abollado que uno guarda en su poder mientras funcione, pero que tirará a la basura cuando sea demasiado costoso hacerle reparaciones. Todavía es posible aprovechar el viejo vehículo: comanda cerca de 6000 soldados en Afganistán, asegura una frágil seguridad en Kosovo y puede, como lo decidió la OTAN en junio, ser útil para entrenar las fuerzas iraquíes. Todavía vale la pena tener a la OTAN disponible. Pero, con excepción de los miembros que recién se han unido, pocos gobiernos de los dos lados del Atlántico parecen temer un desastre importante si desaparece gradualmente.

Eso, y no las discrepancias entre los aliados más importantes acerca de la Guerra de Irak, es lo que está causando la profunda crisis en que se encuentra la más antigua y exitosa alianza del mundo moderno. Las diferencias políticas sobre la aventura estadounidense en Irak exacerbaron la crisis, pero también ocultaron en parte su verdadera causa.

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