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Ochocientos años de la Carta Magna

PRINCETON – A poco de despegar del aeropuerto de Heathrow, en las afueras de Londres, a veces el avión sobrevuela un prado llamado Runnymede. Hace ochocientos años este mes, ese lugar era escenario de un colorido espectáculo: una multitud de tiendas de barones y caballeros cubría el terreno, y entre ellas se alzaba, más alto, el pabellón del rey Juan de Inglaterra, como la carpa de un circo con el estandarte real ondeando en la cima.

Pero a pesar de la apariencia festiva de la asamblea, la atmósfera era sin duda tensa. El propósito del encuentro era zanjar una disputa entre los barones rebeldes y su rey, un gobernante a quien un contemporáneo describió como “malvado a más no poder”.

El afán de Juan por recaudar dinero para recuperar tierras perdidas en Francia iba mucho más allá de los impuestos y exacciones usuales que los nobles habían aceptado de sus antecesores. El rey solía apropiarse de los bienes, y a veces hasta de las personas, de lores o mercaderes ricos y exigir un pesado rescate por su liberación.

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