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Las mujeres negras en la Corte Suprema importan

CAMBRIDGE – En un discurso que di en octubre de 2013 en el aula magna de la Facultad de Derecho de la Universidad de Cambridge, mostré a los alumnos una «foto de graduación» de la Corte Suprema del Reino Unido y los desafié a «buscar las diferencias». No se trataba de un caso para Sherlock Holmes: de los 11 jueces, todos eran blancos y solo una era mujer: la solitaria e indómita baronesa Hale.

Una década después, por fortuna mis colegas al otro lado del Atlántico no tienen que jugar a este juego con sus alumnos. Tres de los jueces de la Corte Suprema son mujeres, dos no son blancas y ahora Estados Unidos está al borde de otro nombramiento judicial histórico. El 21 de marzo, la jueza del tribunal de apelaciones estadounidense Ketanji Brown Jackson, candidata del presidente Joe Biden para reemplazar al juez de la Corte Suprema Stephen Breyer cuando se jubile, comenzará el proceso para su confirmación en el Senado estadounidense. Si el nombramiento llega a buen puerto, Biden no solo habrá cumplido una importante promesa de campaña al incluir a la primera mujer afroamericana en la Corte, también habrá reconocido una verdad central sobre la forma en que deben funcionar las instituciones legales.

Más que un guiño formulista a la política identitaria de izquierda (como inevitablemente argüirán los críticos de derecha), el nombramiento de Jackson reforzará una característica fundamental —pero sobre la que poco se ha teorizado— de los sistemas legales con buen funcionamiento: su atractivo afectivo. La composición del tribunal supremo de un país debe ser similar a la de ese país.

La participación de una masa crítica del público es un ingrediente indispensable de los sistemas legales eficaces. Sin embargo, en las pocas ocasiones en que se tuvieron en cuenta las dimensiones psicológicas del derecho, el foco siempre estuvo en lo que los sociólogos llaman el aspecto «cognitivo» —cuán atractivas resultan las leyes al razonamiento de los participantes— más que al derecho como una «institución atractiva» capaz de apelar a las emociones de quienes participan en ella. Según el conocido esquema del psicólogo Daniel Kahneman, las normas e instituciones legales deben resultar atractivas tanto al Sistema 2 (el pensamiento analítico y teórico «lento») como al Sistema 1 (el pensamiento «rápido», instintivo e intuitivo).

Las conexiones de nuestros cerebros son un legado de los orígenes de la humanidad en tribus pequeñas y redes familiares, donde la confianza se limitaba en gran medida a quienes formaban parte del grupo. Por eso tendemos a establecer conexiones afectivas mucho más inmediatas (emocionales) con «gente como uno». Bajo las condiciones adecuadas, sin embargo, la confianza personal en un miembro del grupo puede extenderse y alimentar la confianza impersonal en una institución mayor.

Como señalan el lingüista George Lakoff, de la Universidad de California, Berkeley, y Mark Johnson, de la Universidad de Oregón, somos pensadores simbólicos. Nos regimos por metáforas. Las conversaciones actuales sobre instituciones inclusivas y diversidad institucional no son solo eslóganes de moda. Atienden a una necesidad central en toda sociedad compleja: necesitamos estructuras institucionales que puedan reflejar las experiencias de una amplia sección transversal de las partes interesadas. El motivo por el que la Corte Suprema y otras instituciones clave deben asemejarse al país al que sirven no es solo una cuestión política. Importa para su propio correcto funcionamiento.

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En un país muy dividido como EE. UU., la herencia legal de la esclavitud y el racismo no es una vieja cicatriz sino una herida abierta, visible en prácticas como la discriminación por vecindario de los prestamistas hipotecarios y la privación del derecho al voto, y en tragedias como el asesinato de George Floyd por policías. En estas circunstancias cargadas de tensión, el nombramiento de una mujer afroamericana en el Tribunal Supremo puede ayudar a legitimar esa institución a los ojos de un grupo de votantes clave, alienado desde hace mucho tiempo.

Jackson trae consigo al cargo la combinación justa de objetividad y empatía. Es mérito suyo que simultáneamente se la haya considerado elitista —por su educación en Harvard—, pero también sospechosa —por el encarcelamiento de un tío lejano debido a una infracción no violenta relacionada con drogas—. También tiene un largo historial como defensora pública, algo novedoso en la Corte Suprema.

Como señalaron durante generaciones los académicos críticos del derecho, las instituciones legales tienen un historial variopinto (en el mejor de los casos) de lograr justicia para quienes sufren la falta de derechos sociales. Como tales, no tienen derecho a suponer su propia autoridad moral sino que deben ganársela, lo que requiere su continua reinvención.

Jackson es enfática cuando afirma que no percibe todas las cuestiones legales a través del lente de la raza. De todas formas, su nombramiento plantea una cuestión importante de diseño institucional. Con la inclusión de un representante de la comunidad legalmente más descuidada del país en una de sus instituciones más respetadas, EE. UU. puede sentar un ejemplo internacional.

Como en la televisión, el cine y la comedia, la representación fiel conduce a mejores historias. El mosaico de perspectivas que se introduce en un departamento universitario, de mercadeo o de policía con una contratación más diversa no es solo un cliché de discriminación positiva, sino que sienta las bases para un mejor desempeño. De manera similar, el nombramiento de Jackson para la Corte Suprema de EE. UU. no es solo una buena decisión política, sienta las bases para una mejor jurisprudencia.

Traducción al español por Ant-Translation

https://prosyn.org/EaniAGJes