khrushcheva120_BRENDAN SMIALOWSKIAFP via Getty Images_trumpshadowstormsilhouette Brendan Smialowski/AFP via Getty Images

El falso credo del asesino

MOSCÚ – A un guerrero de sillón, como el presidente estadounidense Donald Trump —quien recibió cinco prórrogas para servir en Vietnam— los asesinatos deben parecerle una solución mágica para la política exterior. Se elimina a los líderes enemigos mediante un ataque de drones o un rifle y... ¡abracadabra!, asunto solucionado. De hecho, no hay motivos históricos para creer que los asesinatos logren resolver algo, pero sí abundantes antecedentes de que empeoran muchísimo las cosas.

Los asesinatos son, en casi todos los casos, apuestas desesperadas. Quienes suelen llevarlos a cabo no son estadistas, sino ideólogos entregados a sus causas. Esto está claro, al menos, desde la «edad dorada» del asesino: Europa y América a fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Durante esas décadas, los anarquistas asesinaron a dos presidentes estadounidenses (James A. Garfield y William McKinley), un zar ruso (Alejandro II), una emperatriz de Habsburgo (Isabel, esposa de Francisco José I), un rey italiano (Humberto I), un presidente francés (Sadi Carnot) y dos primeros ministros españoles (Antonio Cánovas del Castillo y José Canalejas y Méndez).

No sorprende que los dos grandes héroes de este movimiento de anarcoasesinos, Mijaíl Bakunin y el príncipe Piotr Kropotkin, fueran rusos. Después de todo, en palabras de un anónimo diplomático ruso de la época, citado por Georg Herbert zu Münster, se podía describir a la Rusia del siglo XIX como un «absolutismo templado por el asesinato». Tanto Bakunin como Kropotkin abrazaron los asesinatos, que llamaron «propaganda por hechos» o, como señaló más correctamente la historiadora cultural Maya Jasanoff en su lúcido estudio The Dawn Watch: Joseph Conrad in a Global World, «propaganda por dinamita».

https://prosyn.org/rVcJQQhes